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Aprendizaje dictatorial

El mundo civilizado condena enérgicamente la brutal represión de los Ortega en Nicaragua, con la expectativa de un triunfo de la sociedad civil y la oposición al frente del movimiento popular de protesta que sacude al país centroamericano. Los paralelismos cercanos son evidentes, pero el viejo dictador puede tener otro episodio en mente.

Ilustración: Guillermo Tell Aveledo

Ilustración: Guillermo Tell Aveledo


Muchas veces se alega que una de las debilidades intrínsecas a los regímenes autoritarios es su inflexibilidad y su incapacidad de adaptación. En la literatura sobre la caída del socialismo real en Europa del Este a finales de los ochenta, la lectura entusiasta era que la imperturbabilidad y anquilosamiento de los regímenes de partido único no podía competir con el empuje y la inventiva del capitalismo y las sociedades abiertas añoradas por las poblaciones en protesta.

En esa ola democratizadora, el caso nicaragüense, con la sorpresiva transición electoral iniciada con la victoria de Violeta Chamorro sobre Daniel Ortega en 1990, es un hito aún estudiado. Se discuten los errores políticos de los sandinistas, la falta de percepción de la realidad de un electorado cercado, y los efectos de la presión norteamericana. Con todo, la lección ha de ser otra si se ve desde la perspectiva dictatorial: no inicie Ud. una apertura que no esté seguro de dominar, y si lo hace, asegure un plan de supervivencia política. Ortega, derrotado, volvió en el curso de una década y media de democracia, muy imperfecta, y desde entonces ha logrado una estadía en el poder más duradera. Ciertamente, durante un tiempo asumió una política de oposición moderada, retomando paulatinamente control del FSLN y emergiendo con un gobierno económicamente más sensato. Pero su marca ha sido el creciente control político sobre un sistema democrático aún débil, barriendo con los límites constitucionales hasta tornarlo en uno de los nuevos autoritarismos de la ola socialista del siglo XXI.

Téngase en cuenta que los movimientos de oposición democrática han tenido éxitos parciales ante las democracias híbridas y las nuevas dictaduras, como lo demuestran las «revoluciones de colores» en los Balcanes, o incluso la frustrante Primavera Árabe. Pero mientras en sociedades cerradas circularon con furtivo entusiasmo los libros sobre protesta pacífica y resistencia no violenta de Sharpe o Chenoweth, se fue demostrando que sin la presión externa o sin las herramientas de un relativo pluralismo, las recetas de rebelión social parecían crecientemente insuficientes.

Son inevitables, tras cien días de lucha social, las comparaciones entre Venezuela y Nicaragua, y lo más resaltante es determinar cómo regímenes que parecen tener todo en contra permanecen en pie. El auge autoritario de este siglo vino aparejado con un refinamiento de las tecnologías de represión, como paradójico resultado de la globalización de la lucha frente al terrorismo internacional, y el acceso a nuevos sistemas no solo desde Occidente, sino también desde Rusia o China. Aprovechando estas herramientas, y los viejos contactos y lealtades entre agencias de inteligencia, se han refrescado viejos modos de control que aprovechan la ambivalencia democrática: si se espera que las redes sociales comuniquen y movilicen a los rebeldes, se les aprovecha para difundir propaganda y abatimiento, mientras se monitorea a la oposición; a estas organizaciones se las divide, hostiga y confunde, cuando no se ejerce una represión focalizada; se aprovechan fuerzas paraestatales con cruel discrecionalidad y una represión sin escrúpulo. Si logra su cometido, se somete a la sociedad hasta el próximo estallido; en el peor de los casos, se confía en que el tiempo agote la vigilancia internacional y que cualquier futura solución negociada los coloque como rectores del cambio.

En el fondo, esa es la lección que Ortega sacó de finales de los ochenta: redefiniendo ese hito como una derrota a la Revolución, no como una transición a la democracia, asume una nueva narrativa. La resiliencia autoritaria es defensa de los logros de la Revolución, y la transigencia es permitir que ganen viejos y nuevos adversarios. El radicalismo ante circunstancias de vértigo es la apuesta dictatorial.

Los demócratas debemos también aprender la lección y actuar, con fuerza y severidad, hacia la meta de la apertura política. Si hay segundas partes buenas, que no lo sean solo para el poder.

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