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Asesinato de periodistas en México

La violencia contra periodistas ha puesto en juego la libertad de información en México: impunidad, asesinatos y complicidades que han cobrado la vida de más de cien informadores desde el año 2000.

Seis periodistas fueron asesinados hasta hoy en 2017, ante una autoridad incapaz de responder a la demanda de justicia | Foto: EneasMx, vía Wikicommons

Seis periodistas fueron asesinados hasta hoy en 2017, ante una autoridad incapaz de responder a la demanda de justicia | Foto: EneasMx, vía Wikicommons


Por sexta ocasión en lo que ha transcurrido de este 2017, el crimen organizado en México cobra la vida de otro periodista. Ya sea en Culiacán, en Guerrero, en Chihuahua, en Veracruz o en Jalisco, la profesión de informar se ha convertido en un riesgo que, sobre todo en el nivel local, cobra vidas a plena luz del día, sin culpables o acción alguna de las autoridades, bajo el signo de una absoluta impunidad.

Los nombres son: Maximino Rodríguez, Cecilio Pineda, Ricardo Monlui, Miroslava Breach, Filiberto Álvarez y, el pasado 15 de mayo, Javier Valdez: cada uno encargado de sacar a la luz las acciones del narcotráfico, cada uno comprometido con una profesión que se ha convertido en un riesgo para la vida propia y de familiares.

La intimidación, el miedo, el escarmiento es lo que se busca provocar; la llamada autocensura que elige callar antes que dar a conocer lo averiguado, lo sabido o escuchado en ese bajo mundo. Y hay quien decide no obstante seguir adelante y narrar, describir, informar acerca de lo que ocurre, lo que no cesa de ocurrir, el terror —sin exagerar— en el que viven miles de mexicanos.

El precio puede ser alto. Se requieren valor, agallas, compromiso, vocación para arrojar luz sobre ese oscuro mundo que al saberse evidenciado elige lo único que sabe o puede hacer: matar.

Porque no importa cuánto se voltee hacia otra parte, cuánto se omita por el gobierno federal o local, cuánto se evite mencionar el tema. El narcotráfico en México sigue sus actividades y se burla de las promesas de campaña que llevaron al triunfo a un presidente que eligió la omisión antes que la acción, el silencio cómplice al enfrentamiento abierto, la prudencia ingenua a la consecuencia de asumir un conflicto como tal e intentar solucionarlo.

Las cifras son atroces, tanto como saber que detrás de cada muerte hay un ser humano, una familia, una sociedad arrinconada que asiste a las consecuencias trágicas de ejercer una profesión indispensable para la democracia: según la organización Articule 19, son más de 30 los periodistas asesinados durante el sexenio de Peña Nieto, y el país se ubica, junto con Somalia y Afganistán, entre los más peligrosos para ser reportero.

Los titulares nacionales e internacionales dan cuenta de estas desgracias: «Es muy fácil matar periodistas: la crisis de la libertad de expresión en México», reza la versión en línea en español del New York Times del 29 de abril, reportaje donde se señala que la impunidad en el país frente a homicidios es del 98 %, y que de los 117 casos de informadores asesinados desde el año 2000, solo se han investigado ocho y apenas uno ha sido resuelto.

Las declaraciones del gobierno, en ese sentido, son apenas un susurro, un comunicado de 140 caracteres, la creación de una nueva comisión de investigación, reuniones de alto nivel que, otra vez, condenan la gravedad, se solidarizan con las víctimas y pronuncian discursos repletos de lugares comunes, vacíos e indiferentes, solo cuando ya es absurdo y hasta cómplice seguir en silencio.

El gran problema que, por otra parte, enfrenta hoy el país en lo que respecta a la corrupción, toca en este caso también a los distintos niveles de gobierno: de acuerdo con el informe Libertades en resistencia, de 426 ataques a informadores durante el año 2016 (cifra que suma golpizas, anónimos, advertencias y asesinatos), 257 involucran a funcionarios públicos: 40 % con autoridades estatales, 35 % con autoridades municipales y 25 % con la autoridad federal.

Lejos de la Ciudad de México, ahí donde algunos gobernadores son reyes, muchos alcaldes, soberanos, y cientos de munícipes, príncipes —Felipe Calderón insistió seis años en ello—, las autoridades están cooptadas y entregadas al dinero del crimen organizado: localidades vulnerables, ciudades indefensas, sociedades agraviadas por la pobreza y la violencia son las víctimas constantes, mientras quienes intentan alertar al respecto son ultimados y acrecientan una cruenta y macabra estadística.

La labor de informar forma parte de los pilares sobre los que se erige una democracia. Atentar contra este derecho y esta obligación es también hacerlo contra el sistema político en su conjunto, ya sea por la acción asesina de un sicario o por la omisión de una autoridad.

Carlos Castillo | @altanerias Director editorial y de Cooperación Institucional, Fundación Rafael Preciado Hernández. Director de la revista Bien Común.

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