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Con los pies en los zapatos del otro


Días atrás, en la capital argentina, a propósito de un evento internacional propiciado por Cultura Democrática, el inigualable docente español Enrique San Miguel, notable expositor del humanismo cristiano, nos regalaba esta frase, entre otras tantas geniales.

«Con los pies en los zapatos del otro» sintetiza la idea de avanzar en una construcción política alejada de los extremos para zurcir en el centro (Lacalle Pou dixit) una democracia renovada que supere a la vencida o fatigada por los odios y resentimientos de la polarización ideológica.

Los últimos aciagos sucesos transcurridos en la convulsionada América Latina generaron una crisis de credibilidad en las instituciones republicanas, de ciudadanos que ya no creen en sus gobernantes; que sí creen en la democracia, pero no en las que les toca vivir. Lamentablemente, esto ha sido aprovechado por los oportunistas de turno, tanto de la extrema derecha como de la izquierda, para desnaturalizar la legitimidad de los gritos y los ollazos de sociedades desesperanzadas que claman ser interpretadas o escuchadas por autoridades que, envueltas en las burbujas del poder, no percibieron la intensidad y la gravedad de los momentos que atravesaban.

La mayoría de los observadores imparciales manifiestan que las multitudinarias jornadas de protesta social en Santiago, La Paz y Quito, si bien tienen contenido político, son fruto de tres factores idénticos que han surgido en todas las manifestaciones. Primero, los jóvenes son protagonistas de un presente que los angustia y los anima a poblar las calles, porque no saben si tendrán o no futuro, y por eso luchan. Segundo, pertenecientes a la clase media surgen las voces reivindicatorias, la mayoría integrantes de grupos que crecieron con la movilidad social pero que, al derrumbarse sus expectativas, descienden a niveles que creían superados. Tercero, por la desigualdad, un indicador social y económico que es transversal en la región, que los modelos de las distintas ideas políticas no han logrado mitigar y que solo miden con la doble vara de la hipocresía, según les toque gobernar o ser oposición.

Lo directo y concreto es que en nuestros países existe una degradación de los liderazgos, desde los patrones de estancia o dictadorzuelos ideologizados; las élites se han guiado más por la defensa de los intereses sectoriales que por la inclusión de los intereses generales, so pretexto de cuidar los indicadores macroeconómicos (por cierto, deben vigilarse), y no se han ocupado de que la distribución penetre equitativamente en cada casa. Esto genera un malestar y una disconformidad que el populismo aprovecha para demoler los modelos que confronta, porque, supuestamente, tiene la receta para recuperar lo que los otros han desperdiciado. Es la retórica de siempre que, pendularmente, gira de extremo según la posición política que ocupe.

Dentro de un panorama de pronóstico incierto para el desarrollo del pensamiento democrático, las elecciones uruguayas constituyen una fuerte esperanza para quienes creemos en la construcción republicana de nuestras instituciones. Los mensajes enviados a la sociedad por los principales actores políticos uruguayos son de contribución y cooperación en los asuntos generales y, en aquellas políticas públicas en que discrepen, de que las divergencias se tratarán con respeto total a los procesos legales; sin renunciar a las convicciones particulares pero, por encima de cualquier diferencia, la obediencia a las reglas impuestas se asume de naturaleza superior. Siempre ha sido esa la fortaleza del gran civismo que aporta la democracia uruguaya, y nunca está demás volver a refrendarla, máxime cuando se produce luego de quince años una alternancia en la conducción del Estado.

Los ciudadanos han mostrado su insatisfacción, su descreimiento en este presente de nuestras democracias. Ellos exigen, entre otras cosas y según la realidad de cada país, reforma constitucional, nuevas reglas electorales, separación clara y diferenciada entre los poderes del Estado, el combate sincero y sin máscaras al crimen organizado, que permea la economía haciéndola cada vez más dependiente de los poderes fácticos. En suma, reclaman una democracia real, superadora de la forma actual vacía de contenido, para que se permita la supervivencia de la República a través de mecanismos más transparentes y participativos.

Como lo anunciaba el profesor San Miguel, la democracia es caminar con los zapatos del otro, poniendo los pies bien firmes en el centro del piso republicano, alejados de los extremos que con sus constantes y renovados cantos de sirena pretenden refundar la República, cuando en realidad lo que hacen es refundirla, con agrios discursos, en abismos irreconciliables que solo benefician a quienes poseen el poder. Es la tarea democrática que se propone el presidente electo del Uruguay Lacalle Pou cuando invita a concentrar esfuerzos en el centro del pensamiento político, recogiendo lo bueno y rescatable que contienen todas las ideas. En ese sendero es importante caminar con un compromiso claro y firme de inclusión y justicia, basado en un humanismo integrador, como centro y sujeto de las mejores decisiones.

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