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Cómo afecta la corrección política a la libertad académica

El asunto puede parecer lejano de las universidades latinoamericanas, y simplemente una moda progresista que viene de América del Norte. La realidad, sin embargo, es que la libertad académica está en peligro en todas partes del mundo por la arremetida de ideologías que ven en la palabra y el pensamiento libres una amenaza para una visión doctrinaria del mundo. Ya sea desde la extrema izquierda o la extrema derecha, el cuestionamiento es el mismo. Que hay cosas que no se deberían decir en los salones de clases o discutir en las publicaciones académicas porque molestan a oídos inquisitoriales.

Ha ocurrido en el Brasil del derechista Jair Bolsonaro, donde se ha pretendido suprimir programas de ciencias sociales o humanidades en universidades públicas por considerarlos superfluos o demasiado cercanos a una cierta ideología, como lo ha reportado la organización Scholars at Risk. Y ocurre en la Venezuela bajo el chavismo que se llama socialista, donde gracias al trabajo de la organización Aula Abierta, el mundo conoce la amplitud y brutalidad de los ataques contra el sector universitario, sus estudiantes y profesores (aunque muchos académicos de izquierdas prefieran ignorarlo).

Pero hay otra amenaza contra la libertad académica que viene desde el interior de las mismas universidades, incluso promovida por profesores y estudiantes que dicen luchar por la «justicia social». Ocurrió recientemente en mi propia universidad (la Universidad de Ottawa en Canadá), donde la joven profesora Verushka Lieutenant-Duval fue objeto de difamación y ataques por las redes sociales, después que fuera brevemente suspendida por haber usado la palabra que comienza por «ene» (eufemismo conocido en inglés como de N-word) en un curso sobre el arte y género para ilustrar cómo grupos marginalizados se apropian de términos despectivos como forma de empoderamiento (había dado también el ejemplo de la palabra queer usada por la comunidad LGBT+). El hecho valió que la llamaran racista, que difundieran en Twitter sus datos personales (dirección y teléfono), que recibiera correos electrónicos intimidatorios. La facultad en la que trabaja decidió abrir otra sección del curso para los estudiantes que no se sintieran «cómodos» en seguir con ella el semestre. La gran mayoría decidió mudarse a la nueva sección, lo que envió un mensaje extremadamente negativo a la libertad de cátedra. La profesora fue expuesta de este modo al escarnio público por un hecho calificado arbitrariamente de racista (que no lo fue, pues el uso de aquella palabra se dio en un contexto académico para ilustrar justamente lo contrario al racismo).

El rector de la Universidad de Ottawa, en vez de proteger el derecho de la joven profesora (que trabaja además por horas y no tiene una posición fija), dijo en una primera declaración que «miembros de grupos dominantes (?) simplemente no tienen legitimidad de decidir qué constituye una microagresión», legitimando así la acción intimidatoria de quienes atacaron a Lieutenant-Duval. Más recientemente, el mismo rector ha dicho que «a veces ellos [los estudiantes] usan sus plataformas de redes sociales para amplificar sus voces», lo que se puede leer como una justificación del uso de estos medios para difamar y atacar profesores como lo hemos visto en este caso.

El caso de Ottawa no es único. Se repite en América del Norte con cierta frecuencia. En estos días se dio a conocer el de un profesor de Geofísica de la Universidad de Chicago que ha sido objeto de acusaciones y de demandas para suspenderlo de comités universitarios y de la supervisión de estudiantes de posgrado por haber expresado su desacuerdo con algunas de las políticas que de equidad, diversidad e inclusión que se aplican para contratar profesores. El más emblemático ha sido el de Evergreen State College en el estado de Washington. Allí dos profesores fueron acosados violentamente y obligados a renunciar después de que un grupo de estudiantes radicales tomaron el campus para imponer su doctrina, que ellos llaman «antirracista» y de «equidad», pero que ha logrado imponer un verdadero reino del terror en esa institución de educación superior.

Como lo escribió Heather Heying, bióloga y profesora que fuera forzada a renunciar de Evergreen, estamos ante una guerra cultural, «pero la guerra no es contra fascistas y racistas, como nos quieren hacer creer los activistas. La guerra cultural no es ni siquiera primeramente contra conservadores y contra la policía, aunque los llamados a desfinanciar e incluso abolir a la policía revelan que estos grupos son blancos [de los activistas]. Más específicamente, la guerra cultural que enfrentamos es una lucha contra la lógica y el análisis, las matemáticas y la ciencia. Todas las herramientas de la Ilustración están sometidas al descuartizamiento, y todos aquellos que defendamos el uso de estas herramientas somos sus enemigos».

Reeducación, censura y autocensura

La situación en la Universidad de Ottawa expresa una tendencia en América del Norte en la que grupos afectos al discurso radical por la supuesta «justicia social» hacen llamados a la reeducación de los profesores que no pasan por el aro de su retórica políticamente correcta. Aquí algunos ejemplos: «Enseñe a sus profesores este conocimiento básico. Prohíba la palabra que empieza por ene, y otros insultos dañinos racistas»; «los profesores deben ir a entrenamientos «anti-opresión» (sic). Sin embargo, la propuesta de reeducación no es suficiente para algunos: «Si usted piensa que la palabra que empieza por ene puede ser neutral en cualquier contexto, no (sic). Renuncie».

En el debate público sobre este caso se justificaron la censura y la autocensura en el medio universitario. En un editorial firmado por el equipo de dirección del periódico estudiantil The Fulcrum se dijo: «Paren de decir la palabra que empieza por ene. Esto debería ser evidente. Incluso si es en una canción. Incluso si es citando a una película. O si es un «contexto académico». Si usted no es negro, usted no tiene el derecho [a pronunciar la palabra que empieza por ene]».

Cuatro profesoras de Sociología de la Universidad escribieron en una petición en línea: «Si alguien usa la palabra que empieza por ene, dada su historia, nosotras, entre otros, vamos a considerarlo racista por usarla». En una versión un tanto diferente de la petición que salió en francés en el periódico Le Devoir acusaron a los 34 profesores que firmaron la carta en apoyo a la profesora sancionada de «usar su poder y su privilegio para contribuir con las estructuras de la supremacía blanca». Por su parte, el presidente de la Asociación de Estudiantes de la Universidad de Ottawa escribió que «la libertad académica no se aplica a los discursos de odio, y debe ser reconocido que el uso de insultos raciales, sin importar el contexto, es una forma de discurso de odio».

Una doctrina inquisitorial

Todas estas afirmaciones revelan una doctrina inquisitorial disfrazada de progresismo justiciero. Proponen censurar palabras basadas en la premisa según la cual no importa ni el contexto, ni el formato, ni las circunstancias en las que fueron pronunciadas o escritas. ¿Qué otras palabras deberían ser prohibidas en el salón de clases, en los libros o en la investigación? Por ejemplo, ¿deberíamos prohibir la palabra marrano que fue usada de forma despectiva para referirse a los judíos conversos en España y Portugal durante los tiempos de la Inquisición en un curso sobre la historia del antisemitismo? Algunos estudiantes judíos que estuvieran tomando el curso podrían sentirse ofendidos por el uso de la palabra que les recordaría el sufrimiento de sus abuelos en la Alemania nazi o en Irak, donde los judíos fueron masacrados y expulsados después de la fundación del Estado de Israel.

La propuesta de prohibir palabras o de estigmatizar a quienes las usan en un contexto académico es no solo absurda sino altamente peligrosa. En un mundo en el que los extremos de derecha y de izquierda hablan de posverdad y de hechos alternativos, es importante defender la verdad y las formas en las que esta se ha expresado en la historia de la humanidad, aunque en ocasiones los términos resulten chocantes.

Además, esta propuesta establece quien puede y quien no puede usar una palabra dependiendo del color de su piel o dependiendo de si se le considera miembro de un «grupo dominante», una categoría muy mal definida y plena ambigüedades. El encasillamiento de las personas en categorías raciales o a partir de definiciones esencialistas (todos los blancos pertenecerían a un «grupo dominante») es la antesala hacia un segregacionismo racista. E invierte el principio judicial, estableciendo que todo blanco, hombre, u otra categoría esencializada es culpable hasta que no pruebe lo contrario.

Y de forma nada sutil justifica y legitima la falta de civilidad, el acoso, la intimidación e incluso la difamación de quienes acusan sin base alguna a sus «enemigos» de racistas, pues ellos se lo «han buscado» desde su posición de privilegio «blanco».

La defensa de la libertad académica no está en contradicción con la lucha contra el racismo, la discriminación y el respeto de la dignidad humana. Si sacrificamos alguno de estos principios, podríamos poner en peligro la capacidad de las universidades de cumplir con su misión, que implica la promoción del pensamiento crítico, del debate de temas relevantes para la sociedad, y de la innovación en un ambiente de convivencia pacífica. El camino de la corrección política puede ser uno de miedo, intimidación y censura en las universidades.

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