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¿Cómo viene Bolsonaro? Repaso sobre el Brasil de hoy

A pesar de las amenazas que el Gobierno ha presentado a la democracia, se abren muchas oportunidades de renovación para los partidos y las organizaciones sociales. ¿Cómo llegó el país a este punto y cuáles son las expectativas?

Tras las elecciones de 2018, Brasil entró en un nuevo ciclo político. El sentido del cambio es claro: más que una tendencia liberal es un gobierno populista, conservador y de derecha el que llegó al poder. La Nueva República, el régimen posterior a la democratización, se agotó y la polarización PT-PSDB (es decir, la izquierda contra el centro moderado) dio paso a una configuración de la derecha fundada sobre una mentalidad autoritaria. El impulso más importante que llevó a Jair Bolsonaro a la presidencia de la República fue de naturaleza negativa más que positiva; esto es, consistió en el profundo rechazo hacia las élites políticas tradicionales por parte de la mayoría de los votantes y, especialmente, hacia su forma de hacer política —y su correspondiente cultura política—, responsable de la captura del Estado a partir de un esquema sistémico de corrupción que involucró a empresarios, burócratas y partidos, especialmente del PT, el PMDB y el PSDB, precisamente aquellos que llevaron a cabo la democratización del país en la década de los ochenta.

Sin idea clara

Los votantes brasileños rechazaron este modelo de acción política e incluso, sin una idea clara de lo que estaba por venir, votaron para enviar a casa a los líderes considerados responsables de los desastres de los últimos años: la recesión económica, la reducción del ingreso per cápita, el desempleo masivo y la corrupción generalizada. La segunda vuelta de las elecciones de 2018 se disputó entre los dos candidatos con la tasa de rechazo más alta en las encuestas de opinión, lo que significa que una buena parte de los votos fue la manifestación contra algo que los votantes no querían; es decir, ni la continuidad del gobierno de izquierda, representado por el PT y sus aliados, ni el liderazgo del centro moderado, el cual no ofrecía una alternativa confiable a la crisis, marcada por un repudio generalizado hacia el funcionamiento del sistema político.

El ímpetu por un cambio político ya se había manifestado en las protestas populares de 2013 pero ganó más energía —y un tono peligrosamente colérico— en las numerosas manifestaciones a favor de la destitución de Dilma Rousseff, del PT, en 2015 y 2016; y más tarde, durante el creciente y abrumador rechazo hacia la administración de Temer, que para 2016 ya la había reemplazado en la presidencia. El impeachment generó un profundo trauma político que, sin embargo, estuvo a la altura de las enormes expectativas de cambio dentro de amplios segmentos de la población, si bien dichas expectativas nunca se han visto cumplidas. El gobierno de Temer y las élites tradicionales que lo apoyaron, prisioneras de la preocupación exclusiva de asegurarse en el poder y defenderse de las investigaciones anticorrupción efectuadas a partir de la Operación Lava Jato, simplemente ignoraron las señales emitidas en 2013: el PT, el PMDB y el PSDB fueron incapaces de escuchar a los millones de ciudadanos que denunciaban su manera de actuar y prefirieron frustrar sus expectativas, dándole la espalda a los signos de rechazo hacia los partidos políticos y sus prácticas desconectadas de la sociedad. Tampoco tomaron en cuenta las críticas hacia la pobre calidad de los servicios de salud, la educación y la seguridad pública, ni las fallas de los servicios correspondientes.

Investigaciones y los procesos

A pesar de los terribles resultados obtenidos por el PT en las elecciones municipales de 2016, en la contienda de 2018, en lugar de procesar la situación y renovarse (incluyendo la negativa de hacer autocrítica de la defensa incondicional del expresidente Lula, en prisión. Descalificando, por el contrario, las investigaciones y los procesos llevados a cabo por la policía federal, el ministerio público y la justicia a los que fue sometido y por los que fue condenado, como si la lucha contra los delitos de corrupción ocurridos fuera solo una persecución política del expresidente), el partido demostró ser incapaz de asumir republicanamente sus errores: bien sea el engaño electoral de 2014 y las desastrosas decisiones en el ámbito de la política económica del gobierno de Dilma Rousseff, que generaron la recesión y el desempleo de millones; bien el papel central del partido en la creación del esquema sistémico de corrupción que golpeó a Petrobras.

En respuesta a los factores mencionados —a los que se suman, además, la narrativa que dividió al país entre nosotros y ellos, apoyada por Lula y el PT; la permanencia de propuestas antidemocráticas dentro del programa gubernamental partidista (como el control social de los medios de comunicación); la ocupación de la maquinaria gubernamental; y el intento de hegemonización del PT en relación con los otros partidos de izquierda— el resultado fue inequívoco: la derrota aplastante del partido que estuvo en el poder durante más de 13 años, frente a un oponente al que erróneamente se prefirió en la contienda electoral y al que se le perdonó la vida durante la primera ronda de votación, porque fue visto como menos competitivo.

Autocrítica

La izquierda no llevó a cabo la autocrítica de cara a la corrupción y otras prácticas consideradas inaceptables, dejando vacío el espacio que reclamaba una transformación radical de la política. Pero en ese error no estuvo sola. Las fuerzas del centro democrático, el centroderecha y el centroizquierda ni siquiera entendieron la naturaleza profunda de la desconfianza y la abismal insatisfacción ciudadana con respecto al funcionamiento de la política, revelado por la operación Lava Jato. Ignoraron las numerosas encuestas de opinión que mostraban que la corrupción, junto con el tema de la seguridad, era uno de los problemas más importantes que los brasileños deseaban ver abordados por el Estado. Los partidos en el centro del espectro político no entendieron la naturaleza profunda de la crisis y fueron incapaces de sacudir a sus líderes —rechazados, a su vez, por el deseo popular mayoritario que reclamaba una transformación—, hacerles cambiar de postura y de discurso, y mostrar cierta empatía hacia los enojados e indignados votantes, quienes se sintieron traicionados cobardemente.

La crisis fue, por lo tanto, también una crisis de liderazgo. El conjunto de líderes moderados, supuestamente probados en años de experiencia política, no se dio cuenta de la inminencia de cerrar un ciclo político del que se les consideraba responsable (al menos en lo que respecta a la antirrepublicana sección sobre el financiamiento de las campañas electorales). Movilizados principalmente por el temor ante los efectos políticos y judiciales de la lucha contra la corrupción, derivados de la operación Lava Jato, de forma olímpica pasaron por alto sobre el hecho de que el rechazo popular estaba dirigido contra ellos, se negaron a ver que esto abría el camino para la descalificación de la política y la democracia en su conjunto, y facilitaron así el camino del discurso contra todo lo que está allí, de Jair Bolsonaro y sus partidarios. Los autoproclamados líderes democráticos dejaron el tema de la lucha contra la corrupción y la defensa del fin de los privilegios de la clase política en manos de un exmiembro de las fuerzas armadas quien, a pesar de no haber hecho nada al respecto en sus 28 años de servicio en la Cámara de Representantes, encontró en dichos temas el elemento que necesitaba para presentarse a sí mismo como el vocero de la indignación de los votantes.

Bolsonaro, ¿palo de ciego?

No obstante, la elección de Bolsonaro fue un palo de ciego. No solo porque sus propuestas para resolver la crisis económica y política son excesivamente genéricas e indefinidas (como, por ejemplo, el incierto modelo de privatizaciones y cambios en el sistema tributario que propone); sin mencionar las idas y venidas de la reforma de la seguridad social que, apenas defendida y casi dejada a su suerte por el presidente, fue modificada sustancialmente por el Parlamento. También lo fue porque el nuevo presidente era conocido —antes, durante y después de la campaña electoral— por su exaltación de la dictadura militar y la tortura; por su racismo y misoginia; por su rechazo hacia el reconocimiento de los derechos de los afrodescendientes, las mujeres, los indios brasileños y los homosexuales; sin ocultar su desprecio por las instituciones fundamentales de la democracia, como el Parlamento, el Poder Judicial y la prensa (lo que, irónicamente, le acercó al PT y la valoración negativa de este partido frente a la acción judicial y los medios de comunicación brasileños).

Aunque trató de suavizar sus opiniones después de la victoria electoral, cuando saludó a sus partidarios en San Pablo, justo antes de la segunda vuelta, habló sobre prohibir, arrestar o enviar al extranjero a aquellos que pensasen de manera diferente, señalando la relación que pretendía mantener con parte de la oposición. Más recientemente, defendió una vez más la dictadura militar y la tortura de prisioneros políticos; atacó al Congreso por contravenir su propuesta relativa al organismo que se encargaría de los temas indígenas en Brasil; criticó a la justicia por «querer interferir en todo»; adoptó medidas para facilitar la posesión de armas por la policía y la población civil; firmó decretos para cancelar la participación de la sociedad civil en los órganos del Estado —en una acción desautorizada por la Suprema Corte de Justicia—; intervino las instituciones científicas a cargo del control de la deforestación en la Amazonía, menospreciando la ayuda que países como Alemania y Noruega prestan para frenar la deforestación; y estimuló la polarización política resultante de las elecciones de 2018, al confrontar a sus críticos y disidentes, incluso cuando estos fueron objeto de amenazas violentas por partidarios del presidente, manifestando así una intolerancia inequívoca. En uno de sus últimos mítines, Bolsonaro criticó las políticas de la identidad, acusando a la izquierda de apropiarse de temas relacionados con la defensa de las minorías, lo que justificaría su oposición a dichas políticas, especialmente aquellas vinculadas con los homosexuales, los afrodescendientes y los indios de Brasil.

Nueva mayoría

La imagen muestra claramente los riesgos para la democracia en Brasil. Como lo indican ejemplos recientes provenientes de Venezuela, Rusia y Turquía, el régimen democrático no funciona sin la oposición, y la oposición no existe si el Gobierno en funciones la descalifica o no reconoce su legitimidad. En tal sentido, Bolsonaro y sus partidarios sostienen que se ha formado una nueva mayoría política en el país, bajo cuya voluntad y ante cuyas decisiones las minorías deben plegarse. Aunque es evidente que en el régimen democrático el principio que gobierna la toma de decisiones es aquel de la mayoría, es esencial de suyo garantizar también la existencia y los derechos de las minorías, respetar la diversidad que caracteriza a sociedades complejas y desiguales como Brasil, y asegurar que el pluralismo político-ideológico pueda expresarse sin límites ni barreras. En tal sentido, los resultados electorales ofrecieron claros indicadores sobre el desafío al que el nuevo gobierno está sujeto, relativo a la unificación y pacificación de la nación: Bolsonaro fue elegido por 58 millones de votantes, mientras que 47 millones votaron por el candidato de izquierda y otros 44 millones votaron en blanco, cancelaron su voto o simplemente no se presentaron a votar. En otras palabras, de un total de 147 millones de votantes, el nuevo presidente obtuvo poco más de un tercio de los votos, mientras que casi dos tercios no le eligió, fuera por las razones que fuesen.

Para unir a un país completamente polarizado, aquejado de serias señales de intolerancia política, se requiere que el Gobierno reconozca y respete esta compleja realidad. En su toma de posesión, el presidente juró cumplir con la Constitución y asegurar la libertad, pero ello no garantiza que no vaya a adoptar medidas antidemocráticas que materialicen las señales frecuentes que ha emitido recientemente. Incluso considerando las muestras de respeto hacia la Constitución, expresadas recientemente por los líderes militares, no es posible ignorar que Bolsonaro es un líder populista con una mentalidad autoritaria, que no solo se considera a sí mismo como el máximo intérprete de la voluntad popular, sino que también ignora las instituciones básicas de la democracia, como el Parlamento, el Poder Judicial y la prensa; lo que demuestra su desaprobación de los principios de separación de poderes y el pluralismo, y estimula la intolerancia política de su base de apoyo.

Algunos analistas vieron similitudes entre las elecciones de 2018 y 1989, las primeras celebradas tras el final del régimen autoritario. Pero mientras que en 1989 el país emergía de una dictadura militar que había durado veintiún años y el gran desafío consistía en construir una nueva democracia en una sociedad desigual —aunque en franca transformación económica y social—, hoy el desafío consiste en responder a la situación de una democracia en crisis, especialmente en su dimensión representativa; darle respuestas a una sociedad que sigue caracterizada por desigualdades abismales y que enfrenta, al mismo tiempo, los efectos de la recesión, el desempleo y el profundo descrédito de los partidos políticos y los liderazgos democráticos. Esto apunta a demandas mucho más complejas que las de treinta años atrás: que la democracia no solo mejore su calidad, sino que corra en paralelo con la necesidad de que el país reanude su crecimiento económico, cree nuevos empleos, promueva el desarrollo humano de su población y, al mismo tiempo, recupere la confianza en las instituciones democráticas.

Esta tarea no puede abordarse únicamente mediante la acción de un gobierno populista de derecha que amenaza la democracia. Los cambios que necesita el país afectarán a la sociedad en su conjunto, e incluso los votantes que no hayan elegido a Bolsonaro son parte del proceso, y deberán ser convocados para prestar su contribución (siempre y cuando sean respetados y escuchados, y no se vean obligados a someterse a decisiones impuestas unilateralmente por una mayoría limitada). El Gobierno debe tener esto en cuenta, debe respetar a las minorías y no puede bloquear ninguna iniciativa ni propuesta que, respaldada por dichos segmentos, se presente como alternativa a sus proyectos. Mas esta tarea debe ser compartida por la oposición, que también enfrenta la necesidad de reinventarse con el fin de poder evaluar responsablemente las decisiones del Gobierno, denunciar la falta de respeto por los derechos humanos y, al mismo tiempo, apoyar lo que sea de interés general para el país, como es el caso en lo relativo a las medidas destinadas a reconfigurar las condiciones del ajuste fiscal.

Se refiere aquí la necesidad de una renovación completa de los partidos políticos y, en particular, de los partidos en la oposición. En este punto, es inevitable la comparación con la operación Mani Pulite (en la Italia de la década de los noventa), la cual inspiró la operación brasileña para combatir la corrupción, puesto que aquella provocó una reconfiguración completa del sistema de partidos italiano y la consecuente desaparición del Partido Demócrata Cristiano y el Partido Socialista (los cuales fracasaron en la reformulación reclamada para sobrevivir a la indignación de los votantes) y que terminó dando lugar a un nuevo período de crisis bajo los auspicios de un gobierno populista de derecha, que fue sumamente impugnado. Las similitudes de dicha experiencia con el desafío que enfrentan los partidos brasileños hoy son evidentes: los partidos no han desaparecido pero corren un grave riesgo de ver que su crisis se profundice si no son capaces de refundarse y reorganizarse por completo.

La tarea reclama un nuevo tipo de movilización política, mucho más efectiva que la que tiene lugar durante las elecciones. Una movilización que sea capaz de hablar a los corazones y las mentes de la gente común, al mismo tiempo que aborde sus problemas concretos. Algunos movimientos de renovación ya están trabajando en esta dirección, incluso con la participación de muchos jóvenes actores. Pero ello depende, en primer lugar, de un amplio proceso de democratización interna de los partidos y su liberación efectiva frente al control de las antiguas oligarquías —que los monopolizan para su propio beneficio (en parte gracias a la holgura legislativa)—, condición indispensable para la recuperación de los partidos y la recuperación de la confianza política de los ciudadanos, de modo que estos sientan que pueden confiar en que los partidos defenderán sus intereses.

El objetivo de este movimiento de renovación debería ser la formación de una amplia gama de fuerzas democráticas que, sin sectarismo ni hegemonismo consiga movilizar a los votantes que en las elecciones de 2018 optaron por la continuidad y la profundización de la democracia en el país. En el contexto de enorme fragmentación que caracteriza al sistema de partidos brasileño en este momento, no está claro qué fuerzas políticas tendrán la capacidad de llevar a cabo esto, pues mientras algunos partidos nuevos aún enfrentan el desafío de organizar y definir su identidad, los partidos que han dirigido el país en los últimos treinta años —como el PMDB, el PT y el PSDB— han sido castigados por los votantes y han perdido fuerza y escaños en el Congreso.

Principalmente, esto se debió a dos razones: primero, porque dichos partidos quedaron marcados por su incapacidad para dialogar con las demandas de cambio que surgieron de las manifestaciones que salieron a las calles del país a partir de 2013, exigiendo mejoras en los servicios públicos y más transparencia por parte de los políticos y del Estado. En segundo lugar, porque la revelación de los esquemas de corrupción que atravesaron todo el sistema político brasileño, comenzando con la operación Lava Jato, afectó principalmente al PT y al PMDB (y, en menor medida, también al PSDB). El PT, al no reconocer sus errores, perdió su posición de liderazgo frente a los otros partidos de izquierda (PDT, PSB, PCdoB y PSOL); el PMDB perdió su papel protagónico con las denuncias que golpearon duramente al gobierno de Temer; y el PSDB duda en mantener su identidad socialdemócrata ante los intentos de algunos líderes, como el gobernador de San Pablo, João Doria, de fundir su destino con los del gobierno de derecha que dirige al país actualmente y en los próximos años. Por ende, aunque sean otras las condiciones que marcaron a Italia a partir de la operación Mani Pulite, hoy los partidos brasileños enfrentan a su vez el desafío de cambiar o desaparecer.

De cierta forma, la respuesta que estos partidos consigan ofrecer ante dicho desafío será también la respuesta que den a la crisis de la democracia representativa. Sin embargo, a la luz de las amenazas que el gobierno de Bolsonaro ha presentado a la democracia, este cambio requiere, además de la renovación de los partidos, una movilización amplia y vigorosa de la sociedad civil, así como el ingreso de nuevos sectores sociales y políticos en la política democrática, especialmente de los más jóvenes.

En tal sentido, dos son las tareas prioritarias: primero, la necesidad de iniciativas destinadas a la educación de los jóvenes en los valores de la democracia y, especialmente, en los valores de la tolerancia hacia aquellos que piensan de manera diferente.

En segundo lugar, en relación con lo anterior, la necesidad de garantizar que la defensa legítima de los derechos de grupos específicos como las mujeres, las personas afrodescendientes y la comunidad LGBT no ayude a profundizar la fragmentación de las fuerzas democráticas.

La integración de las demandas específicas de estos grupos en la defensa de los derechos democráticos universales y los problemas generales que sensibilizan a la sociedad en su conjunto es una necesidad urgente. Y, dado que el papel central de los cambios tecnológicos ha conducido a que las redes sociales lideren la comunicación política en la actualidad, los actores democráticos no pueden permitir que este espacio sea monopolizado por la iniciativa de actores populistas como Bolsonaro y Trump. La defensa de la democracia debe ocupar un lugar activo en las discusiones sobre el contenido que actualmente involucran a las redes sociales.

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