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Del inconveniente de no acordar

La división política que existe en Argentina repercute en todas las esferas de la vida pública. Quien gane las próximas elecciones tendrá el desafío más importante en mucho tiempo.

Argentina se instaló con fuerza, desde hace ya algunos años, en el peligroso mundo de la política de trincheras. La lógica amigo-enemigo se apropió de la discusión pública y no solo ya no hay instancias de diálogo integradoras entre todos los actores, sino que el diagnóstico es aún más pesimista: quien tenga la mínima intención de generar algún acuerdo con su contrincante político puede ser visto como un traidor por propios y como un oportunista por ajenos.

La democracia se recuperó en el país hace ya casi 36 años. Aquel 1983 fue una revolución de optimismo y esperanza para todo un pueblo; sin embargo, desde ese éxtasis de libertad se viene dando un proceso asintomático de degradación de la cultura del diálogo. El sistema, no infalible por cierto, continúa de manera ininterrumpida desde ese entonces y con un principio ineludible que hace a su propio funcionamiento: necesita de la construcción de mayorías para marchar. Supone una inevitable y permanente búsqueda del acuerdo, algo que en la Argentina en los últimos años se terminó de romper.

Si bien la división política en la Argentina no es nueva —uno se podría remontar hasta el siglo XIX con los enfrentamientos entre unitarios y federales— hay una pronunciada diferencia entre aquellos días y los que corren. Desde aquel entonces hasta hace pocos años, los pilares que hacen a un proyecto de país no se discutían. O al menos había una serie de puntos de consenso que, gobernara quien gobernara, se respetaban. Haciendo un juego coyuntural, el famoso pacto de caballeros era inviolable e indiscutible.

Diálogo, consenso y acuerdo son conceptos que hoy día están desdibujados y no tienen lugar real en la discusión pública. Predomina una lógica impía que nació como un recurso electoral y ya es parte del proceso, no solo entre la dirigencia política sino en la misma sociedad, que no tolera opiniones distintas y utiliza la agresión como principal respuesta ante el disenso, algo que no es más que aquello que debería enriquecernos. Basta con repasar lo que sucedió en la última Feria del Libro, en la Ciudad de Buenos Aires.

En muchos países de Europa, en Brasil o en los Estados Unidos, el descreimiento con la democracia liberal llevó a triunfos electorales de espacios que se pararon en los extremos. En la Argentina del 2019 con campaña presidencial no se prevé que esto suceda —al menos así lo demuestran las encuestas serias—, ya que los propios actores se ocupan día a día en mostrarse como la única opción dentro de un contexto de conflicto.

Acá, a diferencia de lo que sucede en otros países, lo que denominamos política de trincheras transcendió a los regímenes populistas que condujeron los destinos del país durante varios años. Se expandió como una manera de hacer política y, al menos dentro de la actual clase dirigente, no se vislumbra como una verdadera intención salir de esta lógica. El análisis rápido indica que resulta imposible para cualquier gestión gobernar, sea del color político que sea, con un tercio del electorado que pretende que primen los fracasos por encima de los éxitos, por el solo hecho de pensar diferente. Esta lógica se replica en todas las esferas de la vida y llevó a rupturas de todo tipo.

Felipe González, expresidente de España, dijo en su último paso por Buenos Aires: «Desde 1984 me preguntan en la Argentina cómo hicimos el Pacto de La Moncloa». Se trata de una frase que no hace otra cosa que exhibir el fracaso. Pasaron 35 años desde aquel famoso acuerdo y la dirigencia política argentina no ha sabido, salvo pequeñas excepciones en temas puntuales, ponerse de acuerdo. La ambición de poder y el pensar más en las próximas elecciones que en las próximas generaciones han confundido a todos los actores involucrados.

En una particular paradoja, las figuras de los próceres nacionales, que sí consensuaban e implementaron un proyecto colectivo de país, han desaparecido hasta de los billetes. La lista es larga, pero alguna vez la Argentina fue diferente. A modo de ejemplo, se podría destacar a Julio Argentino Roca y a Domingo Faustino Sarmiento quienes, pese a sus marcadas diferencias, cada uno desde su lugar trabajaron para que se llevaran a cabo reformas en la educación pública.

Bajo un ambiente enrarecido y con una gran parte de la sociedad desilusionada y desesperanzada se inicia la campaña electoral en el país. Quienes peleen por la presidencia deberán mirar más allá de los vaivenes económicos y apostar por un gobierno que se apoye en pilares republicanos y, de una vez por todas, pueda convocar y convencer para retomar un sueño colectivo de país.

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