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Democracia e historia


Mientras las alternativas a la democracia liberal se ofrecen como seductoras tentaciones, los demócratas no podemos satisfacernos en la apariencia de éxitos efímeros.

En una reciente defensa de un trabajo universitario, conversábamos sobre la crisis global de las democracias por la emergencia de los populismos e integrismos ideológicos en Occidente, y los fenómenos de protesta revulsiva en las democracias latinoamericanas; por no hablar de la desaparición de la democracia en Venezuela. Un veterano profesor nos pedía que fuésemos más sobrios y mantuviéramos una perspectiva histórica: si comparamos el mundo de 2019 con el de 1919, veremos un cambio trascendental: pasamos de unas veinte democracias, más o menos plenas, a casi un centenar de democracias, ciertamente imperfectas, pero innegables. Mientras tanto, las dictaduras clásicas son cosa del pasado, los golpes de Estado están en declive, y los populismos parecen contenidos por las instituciones.

El argumento de mi profesor tenía un eco del famoso libro The Better Angels of Our Nature: Why Violence Has Declined (2011) del psicólogo, intelectual y divulgador canadiense Steven Pinker. Pinker argumentó que el declinar de modos menos ilustrados de vida han sido superados por el monopolio de la violencia estatal, el triunfo de los ideales humanísticos, el fin del enfrentamiento ideológico del siglo XX y la expansión general de los derechos de mayorías y minorías hacia mayores libertades, incluso fuera de los sistemas democráticos. El cambio ciertamente parece abrumador, aunque quizás es aún muy pronto para decir —como se esperaba a finales del siglo pasado— que habíamos llegado al final de la historia. Como debíamos culminar el compromiso académico, no seguimos conversando. Mi escepticismo quedó archivado como el proverbial pesimismo politológico.

Ciertamente, en la literatura de la ciencia política emerge un consenso —elevado con los sucesos electorales del 2016 en adelante— en torno al declinar del ritmo de la expansión democrática del siglo XX, con una reversión democrática que no ha afectado solo a democracias emergentes, sino a sociedades abiertas previamente consolidadas. Los estudios toman como referencia el fracaso de la consolidación democrática de la tercera ola (especialmente en Europa Oriental, Rusia, Asia Oriental y Central), el aumento de las zonas grises no desde una apertura autoritaria, sino como un cierre de democracias existentes. Renombrados autores como Yascha Mounk, Daniel Ziblatt, Steven Levitsky y David Runciman han publicado trabajos comparativos sobre estas crisis en Occidente, enfatizando este último la complacencia de las elites democráticas al no atender las advertencias de la historia y la literatura. Por su parte, el proyecto global y multidisciplinario Varieties of Democracy, que cubre el desarrollo de la democracia, la libertad y la igualdad en múltiples variables a lo largo de los últimos dos siglos, ha demostrado que la historia de la emergencia democrática es más zigzagueante que lineal, presentándose una visión equilibrada de sus avances y su preocupante retroceso. En un reciente trabajo derivado de esos datos, los profesores Anna Lührmann y Staffan I. Lindberg sostienen que sí estamos en presencia de una ola de autocratización, con procesos insidiosos de erosión del pluralismo, fachadas semilegales, penetración de propaganda antidemocrática en sociedades abiertas y picos de autocratización más acelerados. Los gobiernos autoritarios —ya casi inexistentes los sistemas totalitarios— saben jugar en la zona gris del reconocimiento global.

Pero el problema, evidentemente cuantificable, va más allá de lo que podemos suponer. Las premisas económicas, sociales y políticas esenciales de las democracias liberales —una creciente participación popular en legitimación de una serie de reglas concertadas que permitan de una economía más productiva y mejor distribuida— se ven retadas por las percepciones subjetivas de desmejora y factores estructurales. Incluso en sociedades donde los índices de desigualdad económica han mejorado, la sensación de alienación ante el liderazgo genera manifestaciones de rechazo difíciles de acallar. Las evidencias empíricas están presentes: los altos índices de desconfianza hacia los partidos y el liderazgo político (así como hacia las elites en general), una renovada emergencia electoral de movimientos antisistema, la elevada abstención electoral y bajos índices de participación y asociación social. Pero esto son apenas síntomas políticos. El cambio de nuestros esquemas de producción posindustrial y la precariedad del trabajo, la avasallante imposición de la inteligencia artificial sobre nuestras conductas, el envejecimiento de las sociedades abiertas y los efectos de la crisis climática global parecen hacer insuficiente el modelo de política democrático liberal sin una profundización de sus alcances y una redefinición de sus pautas de distribución.

La democracia, con su aspiración de allanar la tensión entre libertad e igualdad, es la forma más exigente de gobierno. Y vista la historia humana desde sus orígenes, esos sistemas fueron efímeros ante la imposición de nuestra inclinación a la dominación: la democracia ateniense, la república romana, nuestras democracias liberales y los distintos gobiernos populares que en el mundo han sido, no suman aún un milenio. ¿No decía Montesquieu que la forma más natural de gobierno era el despotismo, dado la necesidad de los gobiernos libres de la educación y la costumbre para imponerse? La fragilidad de la democracia, opuesta a nuestros peores instintos, es un hecho también innegable. Esta constatación hace más urgente que los demócratas no caigamos en la autocomplacencia. Nuestra preferencia no es ni evidente ni históricamente inevitable, sino que merece una constante promoción ante sus tenaces adversarios, incluso aquellos que están dispuestos a sacrificar sus logros en nombre de la voluntad popular.

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