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Dinero público para la prensa mexicana

La falta de regulación en los montos que los gobiernos federal y local invierten en publicidad incide en la calidad de la prensa mexicana, lo que a su vez atenta contra la objetividad e imparcialidad de uno de los pilares de la democracia.

Contra la tendencia mundial, en México hay cada vez más medios impresos | Foto: Carlos Castillo

Contra la tendencia mundial, en México hay cada vez más medios impresos | Foto: Carlos Castillo


La noticia circuló en la edición del New York Times del 25 de diciembre pasado. Un reportaje de Azam Ahmed en la primera plana del afamado rotativo estadounidense daba cuenta del dinero que el gobierno mexicano destina a publicitarse en medios impresos y televisivos nacionales.

La información que difundía la nota fue traducida y publicada al día siguiente en el periódico Reforma y, a partir de ese momento, mereció toda suerte de críticas, desmentidos, aclaraciones y réplicas de los medios señalados como principales beneficiarios de los dos mil millones de dólares que durante los últimos cinco años ha dedicado el gobierno de Enrique Peña Nieto a promover su imagen.

Como los días que corrían eran feriados, la nota tuvo poca atención fuera del llamado círculo rojo, y la gravedad de sus revelaciones no trascendieron ni alcanzaron a profundizar en un debate sin duda urgente y necesario para la democracia mexicana: la calidad de sus medios de información.

El tema se remonta a los tiempos de la presidencia imperial, de la dictadura perfecta del siglo XX mexicano, que entre sus estrategias autoritarias incluía el control y sometimiento de periodistas e informadores, ya fuera mediante el monopolio del papel, el otorgamiento de frecuencias de transmisión o la intimidación directa, velada o a través de la autocensura, que se ejercía contra toda crítica que rebasara los márgenes de lo aceptable.

Es decir, los medios podían reportar las cosas negativas al Gobierno, incluso hacer señalamientos y exigencias, pero todo ello debía respetar ciertos límites y, por supuesto, jamás tocar a la figura presidencial. En resumen, una simulación que permitía presumir una prensa libre pero siempre supeditada a la voluntad última que se ejercía desde el Ministerio del Interior, la Secretaría de Gobernación.

La transición democrática fue poco a poco abriendo paso a una actitud más laxa y tolerante frente al periodismo de investigación, pero el daño dejó secuelas: un régimen de más de cincuenta años había acostumbrado, tanto a los medios como al público, a la información incompleta o presentada con la intención de agradar al gobernante, para así granjearse los millonarios montos de publicidad que desde entonces el Gobierno asigna sin criterio alguno de transparencia o regulación.

Señala, al respecto, el columnista Sergio Sarmiento (Reforma, 27 de diciembre de 2017), que esto ha permitido en México se dé un fenómeno único en el mundo democrático, y es que existan tan solo en la Ciudad de México 23 periódicos, una tendencia en aumento que va contra la reducción de los medios impresos y la proliferación de los electrónicos a nivel global.

Estos últimos, si bien han tenido de cinco años a la fecha un crecimiento que no depende —o depende menos— de la publicidad oficial, se han convertido en el espacio donde el verdadero periodismo de investigación se desarrolla y avanza con revelaciones, hallazgos o reportajes que están cambiando el modo de ejercer esa profesión clave y determinante como contrapeso a los tres poderes de la Unión.

La falta de transparencia en la asignación de recursos ha llevado también al uso de los medios como vehículos de difamación, de ataque, de filtraciones que perjudican a adversarios o a la construcción de historias que, con base en supuestos y no en información real, intentan sembrar duda respecto de la reputación e inclusive difamar a opositores y críticos que se postulen a cargos de elección popular.

A esta situación que acontece en el nivel nacional habría que añadir, además, la de la prensa local, dependiente en mayor medida incluso de los presupuestos de los gobiernos estatales y, además, sometida en su afán de investigación por la autocensura que se practica en temas relativos al narcotráfico; las consecuencias de no hacerlo se pagan con el asesinato, que hasta enero de este año y durante el actual gobierno federal ha cobrado la vida de 40 periodistas a manos del crimen organizado.

El principio de solución para el caso del dinero público destinado a la prensa mexicana pasa por una nueva regulación, una ley de propaganda gubernamental que, si bien por acuerdo de los partidos representados en el Congreso debió promulgarse desde abril de 2014, ha sido rechazada o postergada reiteradamente por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), y no parece que en medio de una contienda electoral tenga posibilidades de aprobarse en el corto plazo.

La claridad y transparencia en el uso de recursos para la publicidad por el Gobierno es, sin duda, una de las tantas condiciones para garantizar el correcto funcionamiento del sistema político mexicano, que solo se logra a partir de una prensa libre, responsable, construida sobre los criterios de veracidad, objetividad e imparcialidad que deben caracterizar a todo medio de información en una democracia.

Carlos Castillo | @altanerias Director editorial y de Cooperación Institucional, Fundación Rafael Preciado Hernández. Director de la revista Bien Común.

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