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El 27N como hecho cultural político en la Cuba actual

El clímax llegó el pasado 27 de noviembre, cuando una concentración de aproximadamente 300 personas —cifra que otros elevan a 500 participantes— ante el Ministerio de Cultura, forzó a las autoridades a prometer un diálogo sobre un conjunto de demandas culturales y cívicas. Esto suscitó una amplia solidaridad, tanto a nivel internacional como en otros intelectuales y ciudadanos cubanos.

En las jornadas sucesivas, el gobierno abandonó su promesa y desató una ola de ataques en medios oficiales, detenciones arbitrarias y asedio en las viviendas y centros autónomos como la sede del Movimiento San Isidro —foco de las protestas y huelgas de hambre que detonaron las movilizaciones—y el Instituto de Artivismo Hanna Arendt. La escalada ulterior, reciente, ha incluido amenazas de procesamiento legal y otras más graves, alusivas a la integridad física de los participantes, considerados por el Gobierno como dirigentes de la acción.

Ante los sucesos se han publicado diversos análisis preliminares que buscan poner en relación el contexto, los participantes y los posibles desenlaces. Aquí atenderemos a la forma distintivamente política que adopta este inesperado suceso.

La novedad

El 27N —con toda su diversidad, limitaciones y tropiezos— ha gestado, colectivamente, la forma de articulación, delegación y legitimación cívica más nítida e innovadora de las últimas décadas. Ha apelado a una confluencia entre cultura y ciudadanía, sin menoscabo de una u otra. Expresa, quizá sin proponérselo, aquel radicalismo autolimitado esbozado por Michnik. El poder de los sin poder explicado por Havel. El derecho a tener derechos, por encima de cualquier ismo, enarbolados desde el campo cultural político.

Al igual que experiencias precedentes en otros países gobernados por estadocracias de tipo soviético, este campo cultural político reúne a un conjunto de prácticas políticamente orientadas que tienen su origen en la esfera de la producción cultural. Las impulsan individuos —poetas, artistas, escritores, filósofos, historiadores— y pequeños grupos afines, que disputan la narrativa y política oficial. Se trata de un grupo social comprometido con una creencia sobre el estatus activo de la ciudadanía, la responsabilidad por los destinos de la nación y su propia capacidad para participar en la vida pública.

La propuesta original del 27N, aprobada en democracia directa en la asamblea más abierta que haya tenido ese país, fue clara: se piden gestos puntuales —excarcelación y cese de asedio—, revisión de normas menores —decretos 349 y 370— y se enarbolan principios básicos relativos a libertades que la humanidad, incluida la izquierda, acepta de forma universal desde la Revolución francesa. Gestos, revisiones y derechos que, de forma legítima, pueden ser procesados por el Gobierno, honrando su Constitución, siempre y cuando esté dispuesto a diluir su manejo obcecado del poder.

Tras cerrar el Gobierno el diálogo prometido, el 27N emitió un nuevo posicionamiento en respuesta a la censura y represión. Se sumaron nuevas personas a los firmantes y se explicitó un reclamo de derechos políticos. Ello ampliaba, sin sustituirlo o traicionarlo, el consenso y encomienda originarios. Porque durante la sentada/asamblea ante el Ministerio de Cultura (Mincult) se afirmó que la representación de los creadores admitiría la inclusión y salida de personas, siempre y cuando estas fuesen artistas y perteneciesen a los macrogrupos que estuvieron representados el 27 de noviembre. Adicionalmente, las demandas leídas por la poeta Katherine Bisquet (huelguista acuartelada en San Isidro) antes de entrar al Mincult aquella noche ya contenían señalamientos y reclamos de derechos políticos, claros y específicos.

Por ello, el 27N ha revelado una nueva forma, radicalmente democrática, de articular lo cultural, lo civil y lo político. Y de entender, también, que solo desde lo político (o desde la política) puede enfrentarse una discusión que aspire a un alcance real. La politización de la vida en Cuba atraviesa de manera transversal todo sector social —y así se defiende desde el propio Estado— por lo que sería inconsistente pensar que se está ante la presencia de elementos (dígase: ministerios, leyes, ciudadanos, etc.) que pueden diseccionarse y ser tratados de manera aislada.

Las respuestas

Se ha evaluado de modo diferente la naturaleza identitaria del 27N, en especial de su grupo de representantes electos y los integrantes del Movimiento San Isidro. Algunos insisten en descalificaciones ya conocidas: son personas marginales, manipuladas, mercenarios. Otros remiten a posturas más elaboradas, incluso polarizadas entre sí. Desde el campo artístico oficial se le reprocha al 27N que no se limitase a hacer reclamos gremiales, «culturales». Desde la oposición y el exilio más radicales —y, curiosamente, desde la intelectualidad crítica de izquierda— alegan en el 27N la ausencia en el posicionamiento de demandas mayores, «políticas». Unos piden que se rebajen las peticiones, otros que se suban los decibeles. Unos quieren un buzón de quejas y sugerencias, encauzado a debates estéticos y administrativos.

Los distanciamientos —derivados del celo por el logro ajeno, del temor a la represión o de la hiperideologización intelectual— no tienen esencialmente nada que ver con una propuesta supuestamente errática del 27N. Dicen más de quienes los esbozan. Y todos benefician al statu quo abonando a la fragmentación inducida desde el poder en Cuba.

Algunos intelectuales, alegando la «politización», procuran distanciarse del 27N. Si la propuesta original —basada en peticiones al Gobierno y en el ejercicio y en la exigencia de derechos— se mantiene vigente, no alcanzamos a distinguir la razón programática para descalificar o romper con el grupo por sus nuevos posicionamientos, que sólo responde a las descalificaciones, persecuciones y rupturas previas lanzadas desde el poder. El 27N no se ha convertido en un partido, no ha llamado a desconocer o derrocar al Gobierno. ¿Acaso es congruente criticarlo por estos nuevos pasos y al mismo tiempo aceptar el convite del Gobierno?

Y es ese gobierno, en peligrosa actuación, el que se equivoca al hermetizar su hegemonía y su manejo del poder; aunque se trata de una respuesta previsible de quien pierde legitimidad y está acostumbrado a operar de maneras semejantes ante conflictos de este tipo. Responder con violencia policial, acoso y burdos manejos de la objetividad en la prensa oficial no hace sino extender en el tiempo un estallido más peligroso y menos pacífico.

A pesar de todo, el aparato estatal continúa siendo efectivo: logran manipular a miles de espectadores, ocultan las violaciones de los derechos humanos a la mayoría de los protagonistas del 27N —quienes permanecen sitiados, acosados y han sido secuestrados—, evocan una amenaza extranjera que, claramente, supera al peligro de los siete puntos esbozados como ideas para la reunión que nunca ocurrió; y enarbolan haber sido ultrajados por supuestas ofensas porque eso les permite desmantelar un escenario que los ubicaría en desequilibrio —y por ende en peligro de perder su simbología— y desarmados ante el cuestionamiento público.

Hasta el momento no han sido analizadas o discutidas, desde lo gubernamental, las propuestas de los artistas del 27N —y seguramente esto nunca ocurra. Descalificarlos y convertirlos en antagonistas (un adversario que debe ser eliminado) les ha bastado para desentenderse de las exigencias y de ofrecer respuestas. No hay una sola demanda del 27N que sea inválida y que no represente un reclamo legítimo de ciudadanos cubanos que nada tiene que ver con el mercenarismo. Ello certifica una prepotencia política absurda y devela la incapacidad para enfrentar temas que cuestionan, sin amagues, su equivocada gestión cívica, política, cultural, educativa, económica, legislativa y social.

La retórica manida que escuchamos desde la mesa-tribuna presidida —y aquí el uso jerárquico del espacio no es un dato menor, despolitizable— por dirigentes de instituciones artísticas del país, debería bastar para entender la infertilidad del asunto. Han transcurrido ya más de seis décadas de argumentaciones de este tipo, más de seis décadas en las que ha primado la ineficiencia y los errores sucesivos (en los que aún continúan trabajando, según afirmaron) y en las que la distancia de esta institución con su gremio es cada vez mayor. Más de seis décadas inculpando a enemigos que tienen la extraña capacidad de torcer las ideas de los jóvenes que la propia Revolución ha formado.

La insistencia en correlacionar los términos cultura, Revolución, nación y Cuba como si coincidiesen en una misma acepción, no solo es un error conceptual sino una ruptura de las garantías democráticas y soberanas del país. Contribuir al discurso de odio, apartar al que disienta —expulsándolo del territorio nacional o convirtiéndolo en un no ciudadano— o insistir en la supervivencia de un modelo fallido —inhábil para sostener desde el plano filosófico su adhesión al socialismo— es la prueba existencial de alguien que continúa cavando su propia tumba.

Una reflexión final

Que la esfera pública y social en Cuba sean brazos extensivos de la estructura estatal ha provocado graves deformaciones cívicas. Es efectiva la represión, pero también lo es el desmantelamiento de una sociedad civil a la cual se le dificulta reconocer las herramientas básicas o necesarias no solo para organizarse, sino para triunfar en su agenda contra un poder autoritario. El secuestro de los espacios de la vida pública le ha permitido al gobierno controlar y ocultar los enfrentamientos, de opositores o no, que han existido desde 1959. Pero ese mismo desconocimiento de la existencia de los otros ha provocado que el ciclo renazca, de manera constante.

El camino que sigue no será sencillo y dependerá en gran medida de cómo logren sobrevivir al asedio los miembros del 27N y de cómo luchen para que no se desarticule el ejercicio de agencia que protagonizaron. El Estado cubano seguirá apostando por la discriminación irracional del nosotros/ellos —que se expresa en un registro moral—, por una lucha categórica «entre el bien y el mal» y por defender un escenario donde no sea posible el diálogo, ni la deliberación, ni el consenso, ni siquiera la «vibrante lucha agonista» de Chantal Mouffe.

A diferencia del proyecto Varela —en la oposición— y del viejo CEA —en la intelectualidad— el 27N es la frágil confluencia de mundos tradicionalmente segmentados por la represión y la propaganda; ahogados ante la imposibilidad de articularse sin mediaciones institucionales y obligados a reproducir discursos preconcebidos que se dirigen, acríticamente, hacia una disciplina cultural y una normalización de la conducta. No reconocer eso y abandonarlos es lamentable. Tendrá un costo no solo para sus participantes, sino también para los distanciados y dubitativos. Y para un país que, pese a todo, pese a ellos, está cambiando ya.

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