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El aprendiz

Donald Trump es el presidente electo de los Estados Unidos. Tras cerrados comicios se ha elevado a una de las más altas responsabilidades del planeta, con el bagaje de una retórica incendiaria y sin experiencia gubernamental previa. La esperanza de sus seguidores es, a la vez, la cúspide y el nadir de la situación democrática en Occidente.


Ilustración: Guillermo Tell Aveledo

Ilustración: Guillermo Tell Aveledo


Sorpresas aparte, la probabilidad de una victoria de Donald Trump nunca fue baja. Tras alcanzar la nominación del Partido Republicano, y así lograr la legitimación el discurso extremista dentro de un partido tradicional, el magnate siempre fue competitivo, apuntando astutamente hacia las debilidades de su contrincante. No es que el racismo y la xenofobia le hayan permitido ganar, sino que parecen haber sido secundarias a las consideraciones económicas para suficientes electores a la hora del voto.

Hoy sabemos que la ajustada victoria de Trump se debe, esencialmente, al cambio de partido de votantes en la deprimida franja industrial del noreste y medio oeste norteamericano: el llamado Rust Belt. Esos estados, que tradicionalmente han votado por el Partido Demócrata, se definieron por estrechísimo margen en contra de Hillary Clinton, la cual perdió su «muralla azul» aunque obtuvo una victoria en votos significativa a nivel nacional. Resulta irónico si se considera que esta era una debilidad consciente de la candidata —que fue derrotada en varios de esos estados durante las primarias de su partido— y ella había admitido hace pocos meses la importancia de esos votantes. Asumiendo que muchos de los seguidores de su contrincante eran «deplorables», la veterana estadista advirtió en septiembre que en las multitudes que apoyan a Trump:

“[…] hay personas que sienten que el gobierno los ha engañado, que la economía los ha dejado atrás, que no le importan a nadie, que a nadie preocupa lo que ocurra con sus vidas y sus futuros. Y están desesperados por un cambio. No importa de dónde venga. Ellos no apoyan todo lo que [Trump] dice, pero él aparenta la esperanza de que sus vidas serán distintas. Que no despertarán para ver sus trabajos desaparecer, para que uno de sus hijos muera por sobredosis de heroína, para que no se sientan que sus vidas han llegado al final del camino. Estas son gentes a la que también debemos comprensión y empatía». [1]

Pero la comprensión y el buen juicio no siempre se sobreponen a los prejuicios fantasiosos y a las decepciones reales. Lo cierto es que este tipo de votantes, la antigua clase media emergente del mundo occidental, está a expensas de la expansión global del comercio y la industria. Lo cierto es que no solo se han ido millones de puestos de trabajo desde el centro del mundo hacia la periferia, sino que la tecnología los ha transformado en posiciones automatizadas. Lo cierto es que no hay escala de proteccionismo que amortigüe este proceso. Lo cierto es que las redes de asistencia social generadas en el consenso social y democrático de la posguerra en Occidente fueron poco a poco desmontadas en el auge neoliberal, y esa ha sido la entrada de la emergencia del agresivo populismo antiliberal. Ese populismo que encuentra un profundo desprecio en las élites tecnocráticas y los procedimientos políticos ordinarios, que es solo posible por la desigualdad que sus políticas han engendrado.

Como al final de la Belle Époque de hace un siglo, nos encontramos con multitudes decepcionadas e indignadas por haber servido, ya no de carne de cañón, pero sí de víctimas de la experimentación económica y la desregulación financiera. El gran shock global de 1929 dio lugar al trauma de las dictaduras antiparlamentarias del fascismo y el comunismo. El shock global de 2008 quebrantó la falsa armonía del fin de la historia liberal, y desprestigiando mucho de la autoridad de la política formal. Ahí quedan las ruinas de casi todos los grandes partidos reformistas de los años noventa, que dejan solos con la pesada carga de defender la democracia a los partidos de sensibilidad humanista. Trump es apenas uno solo de estos populistas emergentes, como Le Pen, Iglesias o Farage; y otros autoritarios que cómo Ortega, Duterte, Erdogan, se aprovechan de la democracia para desmontar sus murallas institucionales.

Podemos presumir que en la gran potencia global existen aún instituciones que pondrán coto a las más graves faltas, pero no es tiempo para ser optimista. Aun si las instituciones responden, la Presidencia de Estados Unidos es un entramado poderoso de agencias y recursos ahora dispuestos para sus propósitos, y miles de seguidores pueden verse autorizados por la retórica de su líder hasta cometer actos previamente censurables. Cuando un periodista preguntó a Trump, ya como presidente electo, si pensaba que su discurso había llegado muy lejos, su respuesta fue directa: «No. Yo gané». [2]

Esos votantes que merecen «comprensión y empatía» —tal como dijo Clinton— pueden experimentar una decepción mayor ante la previsible insensibilidad social e irresponsabilidad económica de la presidencia de Trump. Como el famoso aprendiz de brujo, el magnate estadounidense se ha hecho de un poder que puede no ser capaz de controlar, al exacerbar el resentimiento como palanca para ese poder.

Guillermo Tell Aveledo | @GTAveledo Doctor en Ciencias Políticas. Profesor en Estudios Políticos, Universidad Metropolitana, Caracas

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