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El peón es el rey. Estrategias de campaña e insatisfacción democrática


Prefiero decirlo desde el principio con toda claridad. Creo que, de un tiempo a esta parte, se ha naturalizado lo que en otros tiempos hubiéramos considerado, sin medias tintas, oportunismo o demagogia. Con demasiada frecuencia líderes políticos o analistas profesionales parecen inclinados a considerar aceptable, por no decir recomendable, que los protagonistas de la competencia política ajusten sus propuestas a las preferencias de la ciudadanía.

Para maximizar la captación de apoyo popular, suele decirse, no es conveniente tocar temas y hacer propuestas que puedan espantar electores. La sinceridad ha pasado a ser considerada sinónimo de ingenuidad. No tiene sentido decirle a la ciudadanía lo que no quiere escuchar. Por ejemplo: si la mayoría de quienes —de acuerdo con la información disponible— van a decidir la elección son centristas, hay que evitar las propuestas radicales y derramar suaves y perfumados aceites de marketing sobre las olas, casi siempre encrespadas, de las ideologías. Ya habrá tiempo, llegado el momento, de buscar el mejor frame para encarar esos asuntos espinosos y para tomar las decisiones políticamente onerosas soslayadas durante la campaña.

Los candidatos no solo no deben enunciar lo que los electores no quieren escuchar. Además, deben decirle a cada segmento de electores exactamente lo que ellos anhelan escuchar. Los políticos deben ajustar a la perfección su discurso a cada uno de los nichos electorales considerados relevantes por su equipo de campaña. Para eso se utilizan cada vez más frecuentemente las técnicas más modernas de investigación de mercado y de comunicación. La comunicación política no tiene por finalidad facilitar que la ciudadanía conozca el pensamiento del candidato sino hacer que las propuestas del candidato se adapten a las preferencias de la gente. El problema no es que la oferta se ajuste a la demanda, sino que esta sincronización es efímera y artificial. Los candidatos ajustan el discurso a la demanda para maximizar apoyo electoral. Luego, a menudo toman distancia de sus promesas en nombre del cambio en las circunstancias. Lo curioso es que encuentren, en el mundo del análisis político, quienes justifiquen la divergencia entre promesas y decisiones.

Considero que este enfoque de la competencia política es conceptualmente equivocado y potencialmente peligroso desde el punto de vista de la estabilidad y de la calidad de la democracia. En lo que sigue, quisiera detallar por qué.

Estamos tan acostumbrados a malas prácticas democráticas que hemos olvidado las definiciones básicas. Volvamos a ellas. Decía Robert Dahl, en Poliarquía: «Para mí el gobierno democrático se caracteriza fundamentalmente por la continua aptitud para responder a las preferencias de sus ciudadanos, sin establecer diferencias entre ellos». Para Dahl, cada ciudadano es el auténtico soberano: el peón es el rey. Dado que la democracia moderna, por razones de escala, debe necesariamente funcionar sobre la base de la representación, es esencial que los representantes respeten la voluntad de los representados. Entre promesas y decisiones, entre el principal y el agente, siempre habrá una brecha. Hay, como argumentó Adam Przeworski en Qué esperar de la democracia, «costos de agentividad inevitables». Pero una cosa es admitir que exista esta brecha y otra, muy diferente, naturalizar la hipocresía durante las campañas electorales.

No solo hay que exigir la máxima sinceridad a los candidatos por argumentos de orden moral. Hay que hacerlo, además, por razones prudenciales. Es extraordinariamente difícil para la ciudadanía creer en los representantes. Remito, una vez más, a la elaboración teórica de Przeworski respecto a las razones por las cuales la democracia genera «una insatisfacción intensa y muy extendida», que ha sido ampliamente documentada por los estudios de opinión pública más recientes. A la ciudadanía le cuesta demasiado creer en la democracia. Los ciudadanos no se sienten soberanos. Según las mediciones de Latinobarómetro, una amplia mayoría de los votantes de la región piensan que nuestros gobiernos representan a pequeños grupos muy poderosos que toman decisiones en función de sus propios intereses.

Cada vez que los candidatos disimulan sus preferencias, cada vez que dicen lo que los votantes quieren escuchar únicamente para ganar elecciones, cada vez que, una vez en el gobierno, se alejan de las promesas realizadas sin pedir perdón de rodillas ante la ciudadanía, hay ciudadanas y ciudadanos que dejan de creer en la democracia. No podemos admitirlo.

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