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El poder de la Palabra

La Reforma, de la que celebramos 500 años, se inició con las 95 tesis de Lutero, quien desde su rol pastoral veía cómo la gente pobre, movida por el temor, malgastaba su dinero comprando indulgencias para escapar, ellos o sus deudos, de los tormentos del purgatorio. Partió, por lo tanto, de la reacción ante la explotación de los más frágiles y del cuestionamiento a la institución Iglesia.

Las 95 tesis de Lutero, edición de 1522


Pero no se limitó a criticar esta práctica de venta de la salvación, sino que cuestionó el modelo de ser Iglesia y desafió a los líderes políticos a retomar el espacio de poder que la Iglesia había ido apropiándose. El poder de la espada, como le llamaba Lutero, corresponde a los reyes y gobernantes, y por ende, todos los ciudadanos, incluida la Iglesia, deben reconocerlo y obedecerlo. Esta última tiene un mandato diferente: ha sido llamada a ejercer el poder de la Palabra, la proclamación del Evangelio, en palabras y obras. Esta diferencia entre ambos poderes nos lleva a su doctrina de los dos regímenes. Poder interpretar esta doctrina, en un contexto político y social distinto al de Lutero, es vivir el legado de la Reforma.

En primer lugar, hay que considerar que Lutero sostiene que ambos regímenes están sujetos a la voluntad de Dios; por eso, lo importante no es separar sino discernir. Para él, los líderes políticos son responsables ante Dios y, como buenos cristianos, su tarea es una vocación divina y deben usar diligentemente la Palabra y los sacramentos. Naturalmente, esto tenía sentido en un tiempo donde todos los ciudadanos pertenecían a la Iglesia y donde se esperaba que los príncipes fueran piadosos. Evidentemente, esta doctrina se aplica en forma diferente hoy en día, puesto que la Iglesia representa a solo un sector de la sociedad, muchas veces pequeño, y los líderes políticos no consideran que su posición haya sido ordenada por Dios, sino que, por el contrario, tanto su poder como su mandato son regulados por procedimientos seculares.

Esta doctrina sentó los principios del Estado laico y nos permite navegar entre Escila y Caribdis, en las peligrosas relaciones entre Iglesia y poder. En los tiempos de Lutero el problema era el escandaloso poder político y económico acumulado por la Iglesia; pero el otro extremo (dos regímenes estancos) fue la postura sostenida por los teólogos del nazismo, para quienes el gobierno secular debía actuar de acuerdo con sus propias leyes y ser reconocido como el orden social establecido por Dios; por lo tanto, debía ser obedecido, y se podía ser buen nazi y buen cristiano. En tiempos más recientes, algunas personas estaban en contra de que la Iglesia se involucrara en la lucha contra el apartheid y sostenían que esta era una cuestión política que no tenía que ver con la Iglesia. Temían que ocuparse de este tipo de cuestiones pudiera llevar a cismas, como si esto fuera un pecado mayor que la división que el propio apartheid causaba en la sociedad sudafricana.

La doctrina de los dos regímenes no implica un desentendimiento de lo secular, pues para Lutero el poder de la Palabra no es un retiro del mundo, sino lo contrario. Se puede ver que sus preocupaciones en prédicas y escritos no se limitaban a asuntos espirituales, sino que muchas veces estaban relacionadas con la política y la economía. Defendía la creación de escuelas para todos los niños y las niñas, servicios para los pobres y desamparados y cuestionaba duramente la práctica de la usura, declarándola inmoral. Sus textos impresionan por la habilidad para interpretar las señales de los tiempos y el coraje para enfrentar temas públicos, aunque hay que admitir que algunos de sus escritos fueron inapropiados, como sus declaraciones sobre los judíos y su llamado a combatir a los campesinos rebeldes.

Lutero creía que la Iglesia debía de ser un signo en el mundo, como lo describe «Misión en contexto», un documento de la Federación Luterana Mundial: «La misión como trabajo a favor de la justicia designa la praxis de la Iglesia en la arena pública como una afirmación y reafirmación de la vida humana, tanto la de los individuos como la de la comunidad, así como un sentido más amplio de la justicia, que engloba las esferas económica, social y ecológica. La defensa de causas no es lo mismo que el cabildeo, que busca influenciar a los gobiernos u otros líderes para beneficiar intereses propios o de la organización. Esta defensa se ocupa, en primer lugar, de los grupos marginados de la Iglesia y la sociedad: quienes no se pueden defender o que son silenciados por diferentes razones. Esto no significa que la defensa de las causas habla en lugar de los otros e ignora la voz de quienes pretende defender. Por el contrario, la defensa de causas presupone escuchar y ser solidario».

La opinión que Lutero tenía sobre cómo ser un ciudadano estaba de acuerdo con cómo la sociedad se entendía en su momento: se debía ser fiel al rol, fuera como granjero, funcionario o comerciante, sin querer cambiar la estructura social. Si Lutero hubiera hablado sobre ciudadanía comprometida, lo hubiera hecho dentro del marco de respeto de lo que consideraba el orden natural de la sociedad y, desde allí, encontrar las oportunidades para servir al prójimo. Sin embargo, lo nuevo y radical es su evaluación positiva del trabajo, tanto dentro como fuera del hogar. El trabajo es un verdadero servicio, más que las buenas prácticas religiosas. Desde su perspectiva, sembrar y cosechar el campo, construir casas, confeccionar vestidos y preparar el alimento, son actividades dignas y servicio a Dios y al prójimo. Por eso aún hoy es importante que lo tengamos en cuenta: la vida cristiana no se limita a lo que hacemos los domingos. Va mucho más allá, tiene que ver con todo lo que vivimos a lo largo de la semana y, en particular, con cómo nos manejamos a diario como miembros responsables de nuestra comunidad.

Octavio Burgoa Pastor de la Iglesia Evangélica Luterana Unida

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