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Europa: una nueva comunidad

Las noticias sobre el nuevo Parlamento europeo resaltan la creciente —aunque minoritaria— angustia de sectores desafectos al proyecto de la Unión. Esto es un reto para la concepción comunitaria de la política.


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Aunque no quieran… ¡a tenderles la mano! Imagen: Guillermo Aveledo

La prensa prefiere resaltar lo calamitoso. Los razonables niveles de participación, la experiencia de la personalización de las candidaturas a la Presidencia, la continuidad del dominio del centro popular-socialdemócrata, el apoyo abrumador a los partidos proeuropeos, la pacífica aceptación de resultados en el Parlamento plurinacional más complejo no llaman la atención. El auge de los extremismos de diverso cuño, que incluye fenómenos electorales en el Reino Unido y Francia, ha encendido las alarmas del comentario global.

Aunque la reacción natural ante el alarmismo puede ser la complacencia, lo cierto es que los resultados europeos presentan un reto: ¿cómo puede ser sostenible en el tiempo una comunidad política cuando un sector creciente de su opinión pública rechaza su esencia? El reclamo de nacionalistas franceses, reaccionarios austríacos, antiislamistas daneses, ultraizquierdistas españoles, xenófobos griegos y euroescépticos ingleses emerge como coro: detener la intervención económica, política y cultural europea sobre su modo de vida.

¿Qué manifiesta el disonante coro? Por una parte, la desafección de aquellos que han visto afectado su bienestar a expensas del austero equilibrio de la Unión ante la crisis global de 2008, pero también gracias a su propio atraso técnico y laboral. Por otra, la rebelión nativista que, resaltando alguna “profunda” cultura nacional, rechaza los enclaves del cosmopolitismo y el multiculturalismo.

Como la primera tiene respuesta en la revisión permanente del modelo de bienestar europeo, no parece presentar una amenaza institucional a la Unión. Otro tanto ocurre con la reacción nacionalista que, al resaltar las diferencias y buscar el cierre de fronteras, dinamita el propósito trascendente de la unidad europea: la apertura en un continente históricamente enfrentado y dividido.

Políticamente capaces o no —la historia previa, sus diferencias ideológicas y las tendencias demográficas de la región retarían este empeño—, los nacionalistas exclaman que hay una comunidad verdadera, culturalmente pura, relegada por las medidas de Bruselas y los voceros de Estrasburgo. Lo auténtico está en el pub del señor Farage y los rubios paisanos de la señora Le Pen.

El apoyo al proyecto europeo permanece airoso, empero, no solo en los centros industriales, financieros y de la economía del conocimiento, sino también en las regiones más multiculturales. Allí donde la Unión Europea y su promesa de apertura no son una amenaza sino una vivencia plena, se evidencia un rechazo al nativismo cultural. Londres y París son islas en los triunfos del UKIP y el Frente Nacional, pero también mantuvieron su apoyo países de la periferia europea, cuyos nacionales circulan hacia mejores destinos dentro de la Unión. Aun en las menos diversificadas zonas rurales, que contienen más de la mitad de la población de la región y donde la actividad agrícola comparte predominio con los servicios y el turismo, el voto nacionalista no es hegemónico.

Una comunidad política plurinacional, concebida de manera centralizada, puede robar a los locales la autonomía necesaria. Pero la emergencia de nueva idea de comunidad, que atiende a la realidad de los intercambios humanos en las comunidades, con sus variadas culturas y complejos intereses, emerge como alternativa. Esto implicará mayores espacios de subsidiariedad e inclusión, así como una representación más atenta de los parlamentarios europeos. En lo local Europa encontrará la respuesta a la amenaza nacionalista.

En Europa reposa la esperanza de quienes creen en la renovación constante de la democracia en Occidente, como un modelo de comunidad ante los retos globales.

Guillermo Aveledo | @GTAveledo

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