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Hong Kong y el reto a las democracias

La República Popular China aprovecha la coyuntura de angustia global para dar un zarpazo definitivo a las libertades del territorio de Hong Kong, que ha pasado por protestas en defensa de sus libertades desde el año pasado. ¿Podrán las democracias soportar el expansivo autoritarismo chino?

Hace cuatro décadas cuando los nuevos regímenes de China y el Reino Unido reanudaron las conversaciones en torno al status de la ciudad de Hong Kong y sus territorios -bajo dominio británico desde las Guerras del Opio-, una coincidencia acercaba a ambos Estados: tanto el líder supremo de la revolución, Deng Xiaoping, como la primera ministro conservadora, Margaret Thatcher, habían iniciado sendos procesos de apertura económica. Para China, esto implicaba no sólo dejar atrás las décadas de aislamiento frente a Occidente, sino una eventual ruta de escape de la suerte de los socialismos reales. Para el Reino Unido, completando su repliegue postcolonial, significaba poner como prioridad los criterios económicos y modernizadores en su diseño de políticas.

Hong Kong, celebrado por economistas neoliberales como bastión del libre mercado, gozaba de relativas libertades económicas y seguridad jurídica, pero no alcanzaba aún importantes avances en libertades políticas. Importantes analistas pasaron los ochentas y noventas, aún con la masacre de Tiananmen de por medio, bajo la expectativa de que la transformación económica China implicase una eventual transformación hacia la democracia. Está expansión económica del país asiático estrechó lazos con todas las redes económicas productivas de Occidente, convirtiéndolo en el centro de la manufactura mundial, y logrando una interdependencia cuya magnitud histórica apenas empezamos a comprender.

Cuando el príncipe de Gales, el gobernador Chris Patten y el primer ministro Blair vieron el descender del Union Jack por última vez sobre los dominios hongkoneses en 1997, el proceso de demandas de más libertades de esa sociedad motivó la negociación de un estatus de relativa autonomía a la región dentro de China. Los ciudadanos de Hong Kong gozaban de libertades limitadas, pero crecientes e inconmensurables con la China continental. «Un país, dos sistemas», rezaban los eslóganes del tiempo, mientras más y más ciudades chinas aumentaban su poderío económico y disminuían la importancia relativa de la región autónoma.

La existencia de estos dos sistemas, con inevitables tensiones, se hizo insostenible con el ascenso de Xi Jinping como premier chino. La reafirmación de la soberanía unitaria de China tenía en la excepcionalidad de Hong Kong un consistente desafío, que generaba tensiones culturales y económicas entre los territoriales y los continentales, y hacían aparecer el fantasma de la independencia. Imponer un solo sistema implicaba allanar las libertades alcanzadas en los noventa, pero también la independencia del sistema judicial como pilar de su seguridad económica. Beijing ha bloqueado consistentemente las expansiones del derecho al sufragio y la autonomía de las autoridades electas en esa metrópoli, y se ha propuesto imponer un estatuto de seguridad que minimice ese estatus autonómico y expanda los poderes de las fuerzas del Estado chino sobre ese territorio, provocando originales y valientes protestas reprimidas con violencia. Recuerda a los episodios de imposición soviética en Europa del Este, con el añadido de ser China el Estado vigilante más avanzado y penetrante del planeta, cuya feroz propaganda califica a los demócratas chinos de agentes pagados por las potencias imperialistas.

La respuesta de las cancillerías occidentales, complicada por la guerra comercial de EEUU y China, y los problemas de la pandemia global, ha sido la condena a las acciones de ese país, pero sin capacidad de frenar lo que para del régimen comunista es una acción ejemplarizante. Y esto pone a las democracias en una extraordinaria paradoja: la única presión real de Occidente es limitar el estatus preferencial migratorio, comercial y financiero de Hong Kong, de modo que cueste algo al gobierno de Beijing, pero con el probable efecto de destruir las capacidades económicas de la sociedad hongkonesa, y el riesgo de un colapso financiero en Asia impredecible en un sistema global ya frágil.

Probablemente, la situación de los demócratas de Hong Kong y quienes les apoyan sea insostenible. En América Latina, donde la apertura a China le ha permitido ocupar la posición de preferente socio comercial de casi toda la región, la demanda de más libertades puede verse oscurecida de manera aguda en países dentro de su celosa esfera de influencia, como Cuba, Venezuela y Nicaragua, pero aún más allá. ¿Seguiremos privilegiando el equilibrio de mercado ante las necesidades democratizadoras? Posiblemente, este sea el precio de pagar por la cándida expectativa de las mentes más brillantes de una era pasada: que las democracias pueden quedar desamparadas si las autocracias son lo suficientemente ricas para imponerlo.

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