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Humboldt y Apolo 11


Tras unas semanas de reposo tras un leve accidente, e iniciando mi recuperación, aprovechamos una mañana dominguera para celebrar eso en familia, visitando el Parque Generalísimo Francisco de Miranda, conocido en Caracas como «Parque del Este». El gran pulmón vegetal de la ciudad, inaugurado con la antigua democracia, pretende representar a casi todas las regiones climáticas del país, con un paisajismo que crea microclimas evocativos del bosque nublado, los llanos y el desierto. Entre su espectacular urbanismo y atracciones, algunas ya vetustas, se encuentra el Planetario de Caracas, que lleva el nombre de Alejandro de Humboldt (1769-1859).

Había pasado muchos años sin entrar al Planetario, acaso desde niño. Mucho estaba como lo recordaba, entre otras cosas, la arquitectura de la era espacial y la evocación futurista. Administrado por la Armada venezolana y recientemente remozado, es un espacio de entretenimiento educativo, y sus presentaciones reciben a cientos de caraqueños cada fin de semana. No es uno de los hitos más famosos de la ciudad, sí lo es su imponente montaña, el Ávila, recorrida por el naturalista prusiano, y recogida en su libro Viajes a las Regiones Equinocciales del Nuevo Continente.

En este viaje, que durante cinco años le vería recoger decenas de miles de especímenes de los más variados territorios del imponente imperio —así como impresiones sobre su tenor de vida y cambio social—, acendraría la merecida fama del joven polímata entre los científicos europeos. Y su visión perdura en la historia natural con el objetivo no solo de recorrer y recoger tierras ignotas y exóticas —en el famoso debate dieciochesco sobre la naturaleza del Nuevo Mundo—, sino además investigar la conexión estrecha entre los fenómenos naturales físicos y la vida vegetal, y, por tanto, la vida humana. ¡Cuánto de estos ecosistemas, que aún no terminamos de conocer con justicia, se nos iluminó con los mapas y cartas de Humboldt!

La expedición científica de Humboldt, que se inició en Cumaná un 16 de julio de 1799, reverbera a lo largo de Venezuela, donde varios monumentos geográficos, edificios e instituciones científicas y educativas —muchas de amistad germano-venezolana— se honran con su hombre. Es famoso para todos los venezolanos de alguna formación la frase que, sobre la ciudad, destruida por el terremoto de 1812 y las feroces guerras de independencia, recogió el sabio Lisandro Alvarado en su introducción a la primera edición criolla de la memoria de aquel viaje: «El recuerdo de esa despedida… es hoy más doloroso que no lo fue en años atrás. Nuestros amigos han perecido en las sangrientas luchas, que poco a poco han dado libertad a esas lejanas regiones. La casa que nosotros habíamos habitado no es más que un montón de escombros. Espantosos terremotos han cambiado la superficie del suelo. La ciudad que describí ha desaparecido».

Pensaba en esa ciudad desaparecida cuando, en esta visita, conectaba mi memoria juvenil del Planetario con los cambios que la ciudad ha tenido durante la vida de mis contemporáneos. Me impresionaba la ausencia de una pieza importante de la antigua colección de la institución: una roca lunar legada por los Estados Unidos de América a la República de Venezuela. Sin sospechar lo peor, no dejaba de llamar la atención que la única mención al alunizaje se encontraba en una muy modesta exhibición de una emisión de estampillas venezolanas de 1969 en honor a la hazaña, eclipsada por un espacio en homenaje a Yuri Gagarin, el primer cosmonauta en orbitar la tierra, donado por la Federación Rusa en amistad con la República Bolivariana. No es la primera vez que esa omisión llamaba mi atención: hace unos años, en una exhibición del Museo de Ciencias de la ciudad, entre los hitos de la exploración espacial, donde destacaban merecidamente la contribución soviética a la carrera espacial, no mencionaban a ningún país de Occidente.

La influencia del alunizaje norteamericano en la cultura y tecnología de los últimos cinco siglos es, así como la del viaje de Humboldt, una presencia silenciosa pero permanente. Con la tripulación de astronautas norteamericanos que llegaron a la Luna —también un 16 de julio, pero de 1969— se corona un hito simbólicamente importante en nuestra relación con el cosmos. La validez de las misiones aeroespaciales tripuladas ha sido desviada hacia esfuerzos de exploración por sondas y vehículos autónomos cuya información, en la vastedad del universo aún desconocido, apenas empezamos a descifrar. Mientras tanto, en nuestra vida ordinaria hacemos uso de múltiples tecnologías desarrolladas para la exploración espacial; entre estas, las que nos ayudan para la expresión en telecomunicaciones de imágenes, textos y sonidos, y que hoy han transformado la faz de la interacción humana. Y hoy vemos a la exploración espacial, trascendidos los límites del enfrentamiento entre los grandes bloques geopolíticos del pasado, como una alternativa necesaria ante la crisis climática que enfrentamos. La Luna, y nuestro sistema galáctico más inmediato, es apenas una primera escala para un futuro sostenible de la humanidad.

La proyección en el Planetario, hecha cuidadosamente, recorría la misma bóveda celestial que había sido testigo del viaje de Humboldt, del este al oeste caraqueño. Me recuerda mi esposa que el viejo proyector, cuidado con esmero y dedicación, es también alemán, y ha excedido por décadas su garantía original. Bajo aquella recreación del cosmos desde el cual Aldrin, Collins y Armstrong registraron a nuestro planeta como esa frágil y pequeña esfera azul que aún nos sobrecoge, pasamos un agradable rato en el trajín de la ciudad.

A mediados del siglo XIX, el astrónomo berlinés Johann von Mädler nombró uno de los «mares» lunares que colindan entre la faz visible y el lado oscuro de nuestro satélite, en honor a Humboldt. Ese mar está muy lejos de las pisadas de los astronautas de las sucesivas misiones norteamericanas, pero cerca de sus pasos, también como explorador de mundos nuevos. Y por eso lo recuerdo en un paseo dominguero en la perdida Caracas.

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