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Juego de Tronos y la idea de lo político

La versión televisada de la saga Canción de hielo y fuego es un fenómeno cultural de alcance global, con una influyente visión del poder, que puede ser tan confusa como desalentadora.

Juego de tronos

Ilustración: Guillermo Tell Aveledo


En nuestro tiempo, cuando la enseñanza de los clásicos se pierde en las reformas educativas, y la segmentación del consumo cultural difumina la conversación pública, los grandes eventos de la cultura pop, con sus sagas míticas y explosivos arquetipos, son importantes elementos de socialización. Entre superhéroes, magos y duendes tenemos lo más cercano a un imaginario colectivo.

De todos estos eventos, la recientemente finalizada serie Juego de tronos es el más ostensiblemente político. El hilo de la narrativa imponía que la competencia por el Trono de Hierro, el centro de la soberanía de los siete reinos del Poniente, era el conflicto principal, resuelto en unas guerras de sucesión a veces distraídas por intrigas palaciegas, criaturas fantásticas, conflictos religiosos y lucha por recursos. Un mundo cruel donde los héroes nobles eran casi siempre incompetentes paladines de viejos valores, y donde los manipuladores cortesanos parecían protegidos por las demandas de la historia. Durante casi una década, seguimos con fascinación el rico despliegue cinematográfico y el detalle psicológico de una miríada de personajes, que subvertían a la vez las expectativas de la literatura fantástica y los modos de las antiguas gestas caballerescas.

Vimos las peripecias de caballeros y reinas como metáfora de nuestro tiempo. La multitud de escritos dedicados a interpretar y reinterpretar estas escenas contrastaron a la serie frente a los problemas de la democracia contemporánea, la centrífuga de los nacionalismos, la emergencia climática, la crisis de refugiados, la estrategia militar en conflictos asimétricos, la reivindicación de género y la guerra contra el terrorismo. Imágenes válidas, sin duda, pero si el núcleo del conflicto en juego era la lucha por el poder, el problema central debía ser el poder; esencialmente su obtención y su propósito.

Lo primero, reflejado en numerosos diálogos a lo largo de setenta capítulos, deviene en un maquiavelismo sencillo: la búsqueda del trono justificaba el engaño, la fuerza expedita, la irregularidad; el celo ambicioso representado en personajes como el arribista Lord Baelish, los subterfugios de Lord Varys, o la tenacidad dinástica de la reina Cersei. Lo segundo, como contracara de lo primero, descansaba en un platonismo que sostenía que todo lo anterior tenía sentido si se conseguía un príncipe sabio, justo y con las causas correctas: así se defendía el mensaje de profecías religiosas con el rey Stannis o la trágica predestinación de la reina Daenerys. Tal como dijo sagazmente Tyrion Lannister: admitieron las violencias de la madre de dragones mientras era el azote de los malvados; cuando se dieron cuenta de que había acumulado demasiado poder era casi demasiado tarde. Ambas tendencias se consolidaban en el destino de la casa Stark, la notoria protagonista del drama, de la cual los más nobles personajes, como Eddard, Robb y Jon, no eran políticamente sagaces; y donde los más astutos, como Sansa o Bran, podían justificar por necesidad o inevitabilidad —todo es uno— su obtención del trono. Sabemos ya quienes fueron premiados en la lógica de este relato.

Pero la limitación de estos enfoques radica en que el propósito del gobierno solo se sostenía de acuerdo con lo que las élites dictaminasen. Lo mejor que podía esperarse era que un rey fuese bueno y que en su paternal magnificencia disipara la niebla de la guerra. La historia termina siendo descorazonadora, y da razón a quienes ven en la política solo una faceta acomodaticia del poder desnudo, que tan bien se acomoda al modo vulgar de comprender la política. Es difícil exigir algo distinto a un show de evocación medieval, pero justamente por ello es que sus lecciones son limitadas para nuestra era, aunque las supongamos valiosas. La exigencia contemporánea radica en el reconocimiento de la dignidad humana como propósito del poder político, y esto apenas se asoma en destellos de los más sensibles personajes de la serie, cuando muestran preocupación por los más débiles en esa terrible sociedad, aunque nunca otorgándoles su propia agencia.

La imaginación sobre el poder en Canción de hielo y fuego, creada por el prolífico George R. R. Martin, la hace uno de los dramas políticos más sofisticados más allá de la ficción histórica, pero la complejidad de un gobierno moderno y sus crecientes exigencias humanas escapan a las posibilidades del medio televisivo. Claro está, difícilmente podríamos hacer con eso un buen espectáculo de masas.

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