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La lotería del hambre

Hace unos días Livia me llamó. Desde el principio la oí preocupada, diferente. Ella no suele hablar así. Su rápida respiración le hacía atropellar sus palabras. Le pedí me hablara con calma, para entender. En ese momento conocí una historia muy injusta.


Venezuela: avanzan el hambre y la desnutrición | Foto: Jonathan Loaiza

Venezuela: avanzan el hambre y la desnutrición | Foto: Jonathan Loaiza


Livia llegaba al mercado de costumbre cuando los militares que custodiaban el lugar le exigieron colocara su cédula de identidad en una caja. Entendiendo que era un nuevo procedimiento para acceder a productos de alimentación, inmediatamente lo hizo. Minutos más tarde, a través de un informal sorteo, los militares anunciaron que solo seleccionarían 50 cédulas de ese cajón, ya que solo había 50 paquetes de harina de maíz. «Tal vez te toque la semana que viene», le dijeron quienes operaban la lotería del hambre.

La alimentación es un derecho humano. Esto quiere decir que todas las personas debemos gozar de acceso a una nutrición adecuada y a los recursos necesarios para disfrutar de forma sostenible de seguridad alimentaria. Esto necesariamente impone al Estado obligaciones jurídicas para superar el hambre y la desnutrición.

Desde de mayo de 2016 se ha venido incrementado rápidamente el número de venezolanos que comen dos o menos veces al día. Venezolanos como tú y como yo, que hoy pasan hambre. De esa hambre que angustia, de esa hambre que no te deja dormir, de esa que te provoca más llanto que sed.

En aquel mes, eran 12.270.000 venezolanos que dejaron de sentarse en la mesa tres veces al día. Tan solo treinta días más tarde, en junio, la cifra ya superaba los 15.060.000 venezolanos y el mes de julio cerró con 16.000.000 de venezolanos que comen dos veces o menos al día. Casi cuatro millones de venezolanos sortean su vida para poder comer.

Entender el derecho a la alimentación implica remitirnos a la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, en que se lo establece como parte importante del nivel de vida adecuado. Y más recientemente, a la Declaración del Milenio, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en el año 2000, en que los Estados se comprometieron a reducir a la mitad para el año 2015, el número de personas que padecen hambre.

Ya para ese año nos gobernaban quienes hoy siguen ocupando los espacios del Poder Ejecutivo del país y suscribieron, por tanto, ese compromiso y la ardua tarea de mitigar el hambre y lograr su erradicación. Hoy, agosto de 2016, los venezolanos nos encontramos en una suerte de laberinto dominado por el hambre y la desnutrición, que no solo depende de los últimos dígitos de nuestra tarjeta de identificación, sino de la suerte —que la mayoría de las veces se convierte en mala— de llegar a un establecimiento donde haya productos que comprar.

Este Gobierno se volvió retórico y no hizo su trabajo. No cumplió. Al contrario, implementó una serie de acciones con grandes debilidades estructurales y severos signos de deterioro ya durante la mayor bonanza petrolera de la historia; es obvio que hoy, con mayor estrechez económica, no tienen la viabilidad ni las ganas de garantizarnos el derecho a la alimentación.

Son millones de historias las que se están escribiendo en este momento en todos los sectores populares, la clase media y hasta en los grupos más privilegiados del país, sobre el hambre que se está generando en Venezuela, sobre los teteros de agua de pasta, la arepa compartida entre cuatro, y la ya famosa frase: «hoy cenas tú, mañana me toca a mí». Mientras, el Gobierno sigue avanzando en la dirección equivocada, sin reconocer que el problema no es de distribución sino de falta de producción.

Una suerte de azar es lo que hoy vivimos los venezolanos. Un derecho que debe ser garantizado, hoy es una realidad desvirtuada, una lotería del hambre. Y sí, es una dura frase y muy coloquial, pero que se escucha en las largas filas que hacemos para conseguir alimentos, no solo en las grandes ciudades, sino en centros poblados intermedios y menores.

La cruda realidad nos sigue golpeando: «solo puedes comprar un kilo de harina de maíz», y con eso no alimentas una familia. Esto simplemente se ha convertido en nuestra cotidianidad en el permanente intento y desesperado afán por adquirir algo de comida.

Todos estamos perdiendo talla y medida progresivamente. La respuesta a «estás más flaco» es, irremediablemente: «por la dieta de Maduro». Empleados han tenido que dejar de asistir a sus puestos de trabajo por sus constantes desmayos ante un estómago vacío, ya no duermen, solo lloran en sus recesos por no tener que dar de comer a sus hijos. Historias como estas se escuchan frecuentemente en las esquinas, calles, paradas de autobuses.

Esta es nuestra dura realidad de hoy. Suelen faltar una o dos comidas al día en las mesas de los venezolanos, las neveras están vacías, hay mucho mango y nada de proteínas o carbohidratos. Padres y madres con nudos en la garganta y lágrimas de vergüenza confiesan que «si desayunan, no almuerzan». Las porciones son cada vez más pequeñas, la tradicional arepa es difícil de hacer, el pan complicado de conseguir y el típico pabellón, imposible de realizar.

El crujido de los estómagos es un sonido que, si al adulto pega, escucharlo en un niño trae consigo impotencia pero también coraje. Venezuela no se rinde, aún sonríe, sonríe porque tiene la esperanza de un pronto cambio. Los planes para echar adelante este país existen. Los he leído. El camino será difícil, pero no habrá obstáculo que nos detenga. Hemos superado todos los retos y aprendido que juntos somos invencibles. Por eso creo, sé, estoy convencido de que muy pronto vamos a salir de este tortuoso laberinto.

Eduardo Rengifo | @edrengifo Coordinador general de Programas Sociales del Fondo Único Social del estado Miranda, Venezuela

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