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La política como conflicto

El Congreso, las Cortes o la vida interna de los partidos son espacios donde la política se enfrenta al conflicto. Éste es uno de los principales acicates de la democracia. Procesarlo de manera adecuada fortalece a las instituciones y mejora la calidad de la ciudadanía.

La política en democracia nace y vive del conflicto. En sociedades plurales, con intereses diversos e incluso hasta contrarios, la política busca ser el espacio donde las diferencias se dirimen a través de la negociación, el diálogo y el acuerdo.

Por eso, las posturas radicales, cerradas o inamovibles tienen —o debieran tener— poco futuro en la democracia. El todo o nada cancela el debate. Lo sitúa en extremos irreconciliables y la cerrazón impide que todos cedan para que, al mismo tiempo, todos ganen.

La derrota o la victoria son, por ello, pasajeras bajo un régimen democrático. El que hoy está arriba puede estar abajo mañana. La oposición será gobierno un día y el Gobierno pasará a ser minoría que deberá volver a ganarse la confianza de la sociedad.

En todo este proceso yace latente siempre el conflicto, que es de alguna forma el acicate que hace funcionar a la política. Negarlo es ignorar la naturaleza propia de las sociedades. Ignorarlo es pretender que el otro, el que piensa distinto, no existe o no vale la pena ser considerado.

Política y conflicto

Entre la negación y la ignorancia del conflicto hay, en medio, la siempre latente tentación de suprimirlo. De ahorrarlo mediante atajos que pretenden pasar por alto el proceso de dialogar, de acordar, de buscar coincidencias por encima de las diferencias.

Suprimir el conflicto suele ser casi siempre un atentado contra los valores que sostienen a la democracia. Y atentar contra estos es, poco a poco, restar calidad a la propia democracia.

Cuando, por ejemplo, un tema que divide a un grupo se omite o se calla para evitar la discusión que podría provocar —y allí donde la división está siempre latente—, se premia el silencio por encima de la palabra, esa materia prima de la política y sus herramientas, la retórica y la oratoria. Esto lleva de igual modo a evitar la negociación que generaría el consenso, ambas prácticas que vigorizan y fortalecen también a la democracia.

Cuando, de igual modo, los partidos suprimen la democracia interna con tal de omitir el contraste de propuestas y el debate. O, hacen de estas prácticas un deplorable espectáculo de lucha encarnizada, se vulnera la democracia en sus procesos puntales: la competencia y la elección.

Suprimir el conflicto

Ambos ejemplos buscan suprimir el conflicto. Voltear hacia otra parte ante la inminencia de este y salir del paso mediante acuerdos, casi siempre entre cúpulas, que dan la espalda al votante o militante, le niegan la participación y merman el ejercicio democrático en sus prácticas más elementales.

Y los partidos deben ser mucho más que la búsqueda del poder por el poder, que es la lógica que prevalece cuando se suprime el conflicto y se fuerza la unidad —cuando esta no pudo conseguirse con liderazgo, con normatividad y con prácticas democráticas— a costa de la formación de ciudadanía, de la práctica cotidiana de la democracia que la convierte en costumbre, luego en hábito y al final en cultura.

La sola búsqueda del triunfo a costa de lo que sea lleva a suprimir el conflicto, a verlo como un estorbo, un lastre o la razón de todas las derrotas, retrocesos o estancamientos.

Una clase política que rehúye el conflicto va desmantelando los engranajes que hacen posible la democracia, hasta que esta se convierte en el solo acto de votar, vacío de sentido, de razones, de fines superiores que los de la obtención del poder.

La responsabilidad de los dirigentes

Donde falta el conflicto sobra la política, y la democracia se vuelve un mote para dar nombre a los procedimientos por los que las elites se disputan candidaturas, diputaciones o gobiernos. Y ahí, no hay sociedad, o esta vale solo por lo que su voto es capaz de producir.

Si el ciudadano es solamente su voto, y la democracia se reduce a las campañas y las elecciones. La brecha entre política y sociedad se ensancha hasta hacer a una y otra irreconocibles, con cada vez menos en común, cada cual encerrada en su coto de acción.

Lo público entonces deja de serlo para convertirse en esferas cada vez más parceladas, fragmentadas en un individualismo donde cada quien mira para sí y rara vez afuera de sí. El conflicto es el mejor combustible para echar a andar una sana democracia.

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