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La trampa del juicio político en Estados Unidos: ¿quién caerá en ella?


El juicio político contra Trump está en marcha. Los focos puestos en el espectáculo desvían la atención de cuestiones cruciales.

En el momento en que escribo estas líneas los segmentos de noticias en la televisión, los periódicos, la radio pública y las redes sociales en los Estados Unidos (y los medios de otros países con secciones internacionales más o menos robustas) emiten un ruido ensordecedor con un único tema en sus agendas: el juicio político contra Trump está en marcha.

Para ser precisos, lo que ha dado inicio es el proceso según el cual se abre una investigación previa para determinar si, y en qué términos, es procedente un juicio para destituir al presidente actual de los Estados Unidos, Donald Trump. El futuro del juicio político-parlamentario (pues son las Cámaras las que tienen esta potestad y llevan a cabo el proceso) es incierto por cuenta doble. Primero, porque no está claro que la investigación confirme la viabilidad del impeachment. Y, en segundo lugar, porque aún confirmada su posibilidad, la condena sobre el acusado —la destitución del cargo de la persona enjuiciada— bien puede no quedar ratificada, es decir, la defensa de la democracia que supuestamente alimenta este proceso bien puede quedar en papel mojado (o peor, resultar seriamente diezmada).

Bajo el ruido y la furia con que los medios anuncian la noticia estos días se deja escuchar, al menos para alguien desapasionado ante los vaivenes de esta patria en particular, un rumor de sorna en una esquina y otra de los oponentes (los medios de comunicación en este tema en particular se alinean claramente con demócratas o republicanos según sean sus preferencias). En ambos partidos se escucha un paternal y pedante «te lo dije». Las voces demócratas le dicen a la sociedad: «Ves, teníamos razón, Trump es un espeluznante mentiroso y menosprecia nuestra democracia». Los republicanos truenan en nuestros oídos un «está claro que nos persiguen como a las brujas esos histéricos y maledicentes demócratas».

Como no cuento con ejemplos conocidos de la historia política norteamericana para comparar este proceso y reflexionar sobre sus escenarios posibles (sí sé, al menos, que este sería apenas el tercer caso en el que se enjuiciaría políticamente a un mandatario norteamericano, pues Nixon renunció antes de que iniciara el proceso motivado por el Watergate), un testigo latinoamericano como yo recurre a los ejemplos de los países que le son cercanos. Y el que encuentro más a mano es el caso brasileño: la destitución de Dilma Rouseff tras el juicio político a la que fue sometida entre 2015 y 2016.

Los detalles por y en el que los juicios políticos en ambos países dieron comienzo son, obviamente, distintos (las discusiones bizantinas sobre el sexo de los ángeles no son una inclinación que frecuente) pero lo que sí puedo destacar de aquel proceso brasileño es lo siguiente: si un proceso así salió adelante es porque, más allá de que fuera justo o no, contó con dos elementos que me parecen de señera importancia. La voluntad política —y por voluntad quiero decir, fuerza— de aquellos que empujaron el proceso político contra Rousseff hasta verla abandonar la presidencia de Brasil. Y, acaso más importante, la injerencia o intensa participación ciudadana en el proceso (en contra o a favor de Rousseff).

No entraré a valor si el juicio contra la expresidenta brasileña fue una maniobra política (i)legítima de la clase política de aquel país, pero no me parece descabellado decir que, a lo ojos de la población brasileña en su conjunto, ese juicio político encarnaba una preocupación real que afectaba —y afecta— a la sociedad: la corrupción que corrompe hasta (o mejor, que se derrama desde) las estructuras más altas del país.

En el caso norteamericano, la sociedad contempla con total indiferencia y mucho aburrimiento —como los perfectos espectadores que son— esta obra llamada impeachment. O si prefieren: no veo en el futuro próximo (y más lejano) a los ciudadanos norteamericanos salir a las calles para defender o acusar al presidente enjuiciado. La injerencia de un país extranjero en los procesos electorales democráticos de Estados Unidos le interesa a la población norteamericana tanto como la última temporada de Orange is the New Black.

En cuanto al punto citado primero, la fuerza de la élite política que saca adelante un proceso de esta naturaleza, baste decir que, en el caso norteamericano, los demócratas puede que estén confundiendo su angustia democrática con mojigata petulancia (y la virtud nunca ha demostrado tener mucha fuerza si no va acompañada de la pertinente comercialización de indulgencias).

Desafortunadamente, los focos que atrae hoy (y en el futuro) un espectáculo de esta naturaleza, desvían la atención —y los esfuerzos y las esperanzas y los proyectos— de cuestiones cruciales que —lo comprenda la sociedad norteamericana o no— están poniendo en juego hoy mismo su existencia política verdadera. Mientras, las élites republicanas y demócratas, Trump o Pelosi, siguen demostrando que el pantano es su hábitat y ni unos ni otros van a drenarlo en las elecciones presidenciales de 2020.

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