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La verdadera crisis es más profunda que la desigualdad social


La crisis económica y política es en el fondo una crisis ética, una crisis de la confianza y de los valores fundamentales de la convivencia social, del modo de comprender la igualdad y la libertad.

Más que a una crisis política y de las instituciones, asistimos a una gran crisis cultural y de sentido, a una grave crisis de valores en medio de una profunda desorientación existencial a nivel individual y colectivo, pero sumergidos en una espiral de consumo y superficialidad que distrae. Es cierto que hay muchas personas indignadas por inequidades económicas, por la corrupción política, por la impotencia ante las graves injusticias, de las que pocos se quejan o, a lo sumo, las asumen con resignación; y es cierto también que grupos extremistas aprovechan la indignación social y las crisis de diversos países para desestabilizar las instituciones, creando una espiral de violencia sin fin. Pero quedarse en una lectura económica o política es ver la punta de un iceberg y repetir análisis reduccionistas que solo se enfocan en una supuesta crispación colectiva en varias ciudades por la desigualdad social.

No niego la complejidad de estos asuntos a nivel político y socioeconómico, ni las interpretaciones que ponen bajo sospecha la extraña simultaneidad de estos fenómenos en varios países. Pero creo que si se mira en profundidad se pueden encontrar razones más complejas y hondas que tienen más que ver con una profunda crisis moral de los países occidentales, con una gran desorientación existencial. Como todos los cambios de época, las grandes crisis culturales generan una gran angustia individual e inestabilidad social. No es algo nuevo en la historia de la humanidad, aunque nuevas sean sus manifestaciones.

No hay progreso sin ética

A menudo se asocia la defensa de los valores, de la ética pública, con un discurso conservador o retrógrado, porque hablar de exigencias, deberes y obligaciones de los ciudadanos es escuchado con molestia, porque a todos les gusta que les reconozcan sus derechos, pero no que les recuerden sus deberes. Normalmente los populismos demagógicos manipulan a las masas hablando solo de derechos, pero nunca de deberes. Aunque están también los fundamentalistas que manipulan prometiendo más control y seguridad, como si los grandes dramas humanos pudieran solucionarse a fuerza de imposición legal.

Nuestros dramas no son solamente socioeconómicos, sino antropológicos y éticos. Porque tenemos graves dificultades para el diálogo con los que piensan distinto, para pensar lógicamente y con cierta profundidad. La desgracia mayor de finales del siglo XX y comienzos del XXI es una profunda soledad y un indescriptible vacío existencial que asola a millones de personas y se tapa con un círculo de consumo y diversión. Hay un empobrecimiento ético, donde cada uno exige el derecho de crear su moral y de imponerla a los demás, sin importar lo que le sucede al otro. Muchos problemas en la educación y en la seguridad pública no se solucionan con más dinero ni con mejor gestión, aunque eso ayude bastante, sino con ideas y valores, con acuerdos que hagan posible la convivencia. Como en toda época de crisis, es difícil dar soluciones a corto plazo, pero un gran paso es ver el problema o por lo menos algunas de sus caras y no creer que es solamente una cuestión de falta de eficiencia de las instituciones.

El progreso científico, técnico y económico no necesariamente va de la mano con el progreso ético. El verdadero progreso solo puede ser integral si desarrolla la totalidad de la persona, no solo una dimensión. Y sin ética no hay futuro posible, no hay convivencia ni mundo posible. Las instituciones democráticas funcionan porque hay un fundamento moral de la vida democrática que compartimos. Sin esos valores las leyes no pueden hacer a las personas más buenas, honestas y respetuosas de los demás. Hay un gran olvido con respecto a los derechos humanos, cuando no se distingue lo ético de lo jurídico.

La dimensión ética empieza cuando entra en escena el otro, los demás, cuando nos damos cuenta de que no estamos solos en el mundo y de que hay otros seres humanos que también tienen derechos, anhelos, y que merecen respeto y justicia.

No hay crecimiento sin raíces

Por otra parte, un mundo que sospecha de las tradiciones y las desecha sistemáticamente es un árbol que corta sus raíces y al primer temporal caerá. Un pueblo sin memoria es el más manipulable. Si bien muchas cosas del pasado deben ser criticadas, cuestionadas, purificadas y renovadas, es un error descartarlo todo simplemente porque es tradicional o antiguo. El fatídico error de abandonar los aprendizajes de la humanidad y la riqueza de la sabiduría de siglos nos puede llevar a vivir pensando que cada día inventamos la humanidad. Fascinados con la innovación olvidamos que no hay originalidad sin conocimiento del pasado. Ninguna generación nace sabiendo todo y es preciso que aprenda de la generación anterior los valores necesarios para que la civilización se mantenga viva. Vivir de la tradición no es ser tradicionalista ni retrógrado, sino beber de las fuentes de una sabiduría acumulada y transmitida de generación en generación, para poder avanzar hacia lo nuevo.

Uno de los fenómenos en el que poco se repara es el nuevo individualismo narcisista, sin tradición ni referencias de sentido ético, que sale a la calle y a las redes solo a manifestar sus frustraciones y su decepción porque la realidad no se ajusta a su subjetividad. ¿En qué consiste este nuevo modo de pararse ante la vida y ante la sociedad?

El nuevo individualismo autorreferencial

Ya no hay tantos controles externos ni tradiciones ni reglas sociales que impongan el deber pero, al mismo tiempo, hay miedo de todo y de todos, especialmente de tomar decisiones, de equivocarse, de fallar, de no ser felices y perfectos. A los hipermodernos —como los describe Lipovetsky— no hay quién les diga lo que es verdad, lo que es bueno, lo que deben hacer y, aunque quieren ser libres, tampoco tienen idea de cómo dar un paso ni hacia dónde.

Son tiempos de una gran desorientación, de un creciente relativismo moral que a su vez ha traído el surgimiento de fundamentalismos y fanatismos que idealizan un pasado irreal, condenan el presente y no pueden dialogar con el que piensa distinto. El filósofo francés encuentra paradójico que el narcisista posmoderno predica la autenticidad y la transparencia mientras vive en la incoherencia sin culpa, es gestor de su propio tiempo pero vive quemado y agotado, es adaptable a los cambios pero vive crispado por todo lo que no le gusta, especialmente cuando tiene que renunciar a sus caprichos o ventajas adquiridas. Está cada vez más informado pero poco formado, más abierto a la diversidad de opiniones pero es más influenciable, menos crítico y superficial, más escéptico y menos profundo. Confunde los deseos personales y caprichos con sus derechos y, a su vez, cree que los derechos son para uno mismo, no para los demás. Parecería que solo existen derechos, pero no deberes.

Las grandes estructuras socializadoras perdieron autoridad y el individuo queda a la intemperie, ya que la liquidación de las costumbres y el olvido de las tradiciones culturales ha desarticulado el mundo de la familia y ha complejizado las relaciones. Muchos hoy tienen que pedir cursos de coaching o asesoramiento psicológico para aprender a escuchar, a respetar al otro, a expresarse sin agresividad, a poner límites, a decir lo que sienten, etc. Es como si los valores también hubiera que ir a comprarlos al hipermercado o aprenderlos en un seminario de marketing estratégico.

El gran desafío que tenemos por delante es sacudir las conciencias, promover el pensamiento crítico, recuperar la riqueza de nuestras tradiciones culturales, cuidar los valores fundamentales para la convivencia social y generar espacios donde se vuelvan visibles y ejemplares. Es una misión para toda la ciudadanía, no para una comisión de expertos.

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