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Los retos de las políticas de seguridad en América Latina

Durante 2019, distintos países de América Latina experimentaron una serie de protestas ciudadanas, seguidas por represiones estatales que provocaron nuevas protestas. Esta seguidilla de acontecimientos configuró un círculo tan vicioso como peligroso. Los medios de comunicación y las redes sociales se ocuparon de transmitir en vivo y en directo los sucesos en las calles de Venezuela, Honduras, Nicaragua, Perú, Ecuador, Chile, Bolivia y Colombia, frente al estupor generalizado.

Las motivaciones de esas revueltas fueron varias y diversas, desde las económicas y sociales hasta las políticas e institucionales. Por supuesto, sería un error teórico y metodológico tratar de unificar sus motivos. Semejante simplificación impediría u obstaculizaría una correcta interpretación de una realidad tan compleja como complicada, por dos razones: la primera, porque las situaciones de cada país son heterogéneas, y la segunda, porque las reacciones de los gobiernos de turno fueron disímiles.

No se pueden comparar los casos de Venezuela y Nicaragua y los reclamos populares que se dieron en el resto de los países citados. Nicolás Maduro y Daniel Ortega encarnan gobiernos dictatoriales que deciden y accionan en contra de las Constituciones y las leyes propias de un Estado de derecho. Venezolanos/as y nicaragüenses protestan para recuperar la democracia perdida a manos de dictadores fraudulentos y represores de cualquier forma de oposición. En este trabajo nos ocuparemos del resto.

« Las protestas pusieron en evidencia el estrepitoso fracaso de las políticas de seguridad. »

Los casos de Honduras, Ecuador, Chile y Colombia se originaron en asuntos económicos o sociales. En cambio, los de Perú, Bolivia y Panamá se causaron en temas políticos e institucionales. Más allá de estas diferencias, invariablemente derivaron en sendas protestas contra los gobiernos de Juan Orlando Hernández (Honduras), Martín Vizcarra (Perú), Lenín Moreno (Ecuador), Sebastián Piñera (Chile), Evo Morales (Bolivia), Laurentino Cortizo (Panamá) e Iván Duque (Colombia).

En todos los casos hubo un elemento catalizador que puso en evidencia un amplio y profundo descontento social. A pesar de ser uno de los principales problemas que perciben los latinoamericanos (Latinobarómetro, 2018), las protestas que se dieron a lo largo y a lo ancho de Latinoamérica no fueron se motivaron en asuntos o temas de seguridad pública. Los manifestantes no protestaban por el aumento del delito o la violencia en sus respectivos países o ciudades, paradojalmente. No obstante, las protestas pusieron en evidencia el estrepitoso fracaso de las políticas de seguridad. Para sostener esta afirmación debemos, antes, conceptualizar qué entendemos por políticas de seguridad, su razón de ser y sus finalidades. Sobre esa base podremos entender por qué fracasaron y atisbar algunas enseñanzas de cara al futuro. Desde ya, advertimos que al hablar de seguridad nos referimos a la interior, ya que la exterior es materia de las políticas de defensa nacional.

¿Qué son (y qué no son) las políticas de seguridad?

En general, de acuerdo con el marco teórico del modelo relacional (Graglia, 2017), las políticas públicas pueden ser definidas como planes (programas o proyectos) que tienen a un Estado (nacional o subnacional) como responsable principal y una sociedad como primera destinataria y partícipe necesaria, buscan el bien común, la satisfacción social y la aceptación ciudadana. Esta definición supone cuatro componentes; los dos primeros son descriptivos y los dos últimos son prescriptivos.

En los últimos diez años se duplicó la cantidad de migrantes ilegales que salen de América Central.

Fuente: © Eliane Aponte, Reuters

Para empezar, las políticas públicas son planes y actividades. Es decir, si hay planes que no se accionan, no hay políticas públicas (asimismo, si hay actividades que no se planifican, tampoco hay políticas públicas). No importa si los planes son estratégicos o no, importa que se pongan en marcha y, sobre todo, que logren los resultados esperados. De eso depende que la política de un gobierno sea continuada por otro u otros gobiernos y, así, se convierta en una política de Estado.

Luego, el Estado es el responsable principal del diseño de dichos planes y de la gestión de esas actividades. No hay políticas públicas sin Estado. Eso no significa que el Estado pueda o deba planificar y accionar a solas. Todo lo contrario. Hace falta que lo haga junto con los actores sociales, privados (empresariales y civiles) y ciudadanos. Desde este punto de vista, el Estado es tan necesario como insuficiente, según el enfoque de gobernanza que compartimos (Aguilar Villanueva, 2010).

La sociedad debe ser la primera destinataria de las políticas públicas y, por lo tanto, la partícipe necesaria. Todos los planes y todas las actividades, sin excepción, deben diseñarse y gestionarse para solucionar problemas que impiden u obstaculizan la satisfacción de necesidades de los actores sociales. El creciente protagonismo de dichos actores implica, además, que tanto el diseño como la gestión sean participativos. No se puede gobernar para la sociedad sin la sociedad (Calderón Sánchez, 2016).

Finalmente, todas las políticas públicas, incluyendo las de seguridad, deben buscar el bien común (Castillo, 2017). Esto no significa el bien de todos, porque sería imposible, ni el bien de la mayoría circunstancial, porque sería temerario. El bien común significa la búsqueda de un desarrollo integral que privilegie a las personas que tienen menos recursos u oportunidades. Para eso, hace falta satisfacer sus necesidades y, por consiguiente, ganar la aceptación de los destinatarios y de la sociedad en general.

Las políticas de seguridad forman parte de un grupo de políticas públicas que buscan el desarrollo del capital social. Junto con las políticas de seguridad se incorporan en dicho grupo las políticas de justicia, en un doble sentido: por una parte, el acceso a un servicio de justicia independiente y, por la otra, la inclusión de personas, sectores y territorios. Seguridad, justicia e inclusión son los grandes componentes del desarrollo del capital social, atento al índice de desarrollo para la gestión (IDG).1

Más específicamente, las políticas de seguridad son aquellas políticas públicas que buscan la baja del delito y la violencia y, por consiguiente, la disminución del miedo a ser una de sus víctimas. Desde este punto de vista que sostenemos, las políticas de seguridad tienen una doble finalidad. Por un lado, reducir la comisión de hechos delictivos o violentos, en todas sus modalidades (seguridad objetiva). Por el otro, aminorar el miedo a ser víctima de esos hechos (seguridad subjetiva).

En materia de seguridad, esto significa buscar el bien común mediante la satisfacción social y la aceptación ciudadana, respectivamente. De poco o nada vale que baje la cantidad de hechos delictivos o violentos si las personas viven alarmadas o acobardadas porque temen ser víctimas de un delito contra su persona o su propiedad, de la violencia callejera, familiar o de género. Viceversa, de nada vale que las personas sientan una falsa sensación de seguridad, manipulada por el marketing gubernamental (Fara y Veggetti, 2018).

El éxito de una política de seguridad es, en definitiva, que las personas puedan vivir las unas con las otras pacíficamente, ejerciendo los derechos propios y respetando los derechos ajenos (Bergoglio, 2011). Con ese fin, deben observar y ampliar libertades, no limitarlas ni mucho menos eliminarlas. Los gobiernos militares que asolaron a los países de América Latina prometieron seguridad colectiva a cambio de libertades individuales, siempre. En una democracia, eso es inadmisible.

¿Qué pasó (y qué pasará) en América Latina?

A partir del marco teórico brevemente expuesto, sostenemos que las protestas y represiones acaecidas durante 2019 pusieron en evidencia el estridente fracaso de las políticas de seguridad. Para empezar, porque los problemas de origen económico-social o político-institucional no se solucionan con fuerzas armadas o policías militarizadas en las calles. Todo lo contrario, pueden empeorarlos si no se garantizan las libertades inherentes a una democracia representativa.

Las personas partícipes de las grandes movilizaciones populares que coparon las calles de ciudades hondureñas, peruanas, ecuatorianas, chilenas, bolivianas y colombianas no demandaban seguridad ni se quejaban por los delitos y la violencia, aunque, paradójicamente, los sufren a diario. Sin embargo, las represiones desmedidas e indiscriminadas potenciaron los reclamos al extremo. Primer fracaso: las políticas de seguridad no fueron capaces de garantizar la libertad de expresión de los manifestantes.

Grupos (o grupúsculos) violentos que, como siempre ha ocurrido, se infiltraron para provocar desmanes, destruyendo bienes públicos y tergiversando reclamos originales, no fueron detectados ni desactivados. Nadie debería sorprenderse de la existencia de estos militantes del caos que, impulsados por las ideologías del odio, trataron de provocar la anarquía. Segundo fracaso: las políticas de seguridad tampoco fueron capaces de prevenir y, en su defecto, reprimir a los delincuentes y violentos.

« Los problemas de origen económico-social o político-institucional no se solucionan con fuerzas armadas o policías militarizadas en las calles. Todo lo contrario, pueden empeorarlos si no se garantizan las libertades inherentes a una democracia representativa.»

Ambos fracasos fueron la consecuencia directa e inmediata de una sorprendente incompetencia de los gobiernos latinoamericanos para interpretar el sentido y alcance de las demandas expresadas en modo de protestas. Ensimismados, gobiernos de diverso signo ideológico y partidario, más o menos neoliberales o populistas (Graglia, 2019), no respondieron adecuadamente a las demandas ciudadanas. No supieron anticiparse y, tardíamente, pusieron en marcha mecanismos de diálogo político e intersectorial.

En lugar de encauzar las protestas en la búsqueda de consensos, los gobiernos respondieron con represalias a cargo de las fuerzas armadas (en particular, de sus ejércitos) o de fuerzas policiales militarizadas en su visión, organización y funcionamiento. Las imágenes de gobernantes elegidos por el voto apelando al uso de las armas para reprimir a ciudadanos/as que, en su inmensa mayoría, reclamaban pacíficamente, son lapidarias para la legitimidad democrática (Villoria Mendieta, 2016).

Lejos de prevenir o reprimir el delito y la violencia y, así, garantizar el ejercicio de las libertades, los militares o los policías militarizados ratificaron su consabida ineptitud para implementar políticas de seguridad en un régimen democrático. De una vez y para siempre deberíamos entender que la misión de los ejércitos es la defensa nacional y, además, que la militarización de las fuerzas policiales es nociva y perniciosa para cualquier gobierno que se pretenda abierto (Rodríguez Alba, 2018).

A todas luces, la intervención de militares o policías militarizados para sofocar manifestaciones populares, que demandan soluciones a problemas económicos, sociales, políticos o institucionales, es perjudicial para el sistema democrático. Es evidente que no pueden, no saben o no quieren distinguir entre los manifestantes que ejercen sus libertades, por una parte, y los delincuentes y violentos que las infiltran maliciosamente para provocar desmanes a diestra y siniestra, por la otra.

La evidente inexistencia de fuerzas de seguridad aptas para proteger las libertades y, al mismo tiempo, prevenir y reprimir la delincuencia y la violencia, demuestra que los gobiernos latinoamericanos, independientemente de su signo partidario o ideológico, han fracasado en el diseño y la gestión de políticas democráticas de seguridad. Hacen falta policías nacionales con personal formado y capacitado en el respeto irrestricto de los derechos humanos. Sin dudas, una monumental asignatura pendiente en Latinoamérica.

En síntesis, las políticas de seguridad deberán garantizar las libertades y no reprimirlas, identificar a los delincuentes y violentos, apresarlos y ponerlos a disposición de la justicia para que esta los juzgue y los condene de acuerdo con las normas jurídicas en vigencia. Si para controlar a los delincuentes y violentos los gobiernos latinoamericanos sacan a los ejércitos o a las policías militarizadas a las calles y les ordenan o permiten reprimir por su cuenta, la democracia está en peligro.

Referencias bibliográficas

  1. Aguilar Villanueva, L. F. (2010). Gobernanza: El nuevo proceso de gobernar. México: Fundación Friedrich Naumann.

  2. Bergoglio, J. M. (2011). Nosotros como ciudadanos, nosotros como pueblo: hacia un bicentenario en justicia y solidaridad. Buenos Aires: Claretiana.

  3. Calderón Sánchez, D. (2016). Las políticas públicas: una construcción del valor público en la gobernabilidad. En D. Calderón Sánchez, Políticas públicas: retos y desafíos para la gobernabilidad (pp. 59-77). Bogotá: Universidad Santo Tomás.

  4. Castillo, C. (2017). Reivindicar lo popular para enfrentar al populismo. Diálogo Político, 34(2), 66-79.

  5. Corporación Latinobarómetro. (2018). Latinobarómetro. Santiago de Chile: Corporación Latinobarómetro.

  6. Fara, C., y Veggetti, F. (2018). ¿Cómo plantear una estrategia de comunicación desde el gobierno? En O. Ensinck y Ch. Korneli. Manual de marketing y comunicación política: Acciones para una buena comunicación de gobiernos locales, 2.ª ed., pp. 39-55. Buenos Aires: ACEP, KAS.

  7. Graglia, J. E. (2017). Políticas públicas: 12 retos del siglo 21. Buenos Aires: Konrad Adenauer Stiftung.

  8. Graglia, J. E. (2019). Innovación política: 7 llaves para recuperar la confianza perdida. Buenos Aires: Konrad Adenauer Stiftung.

  9. Rodríguez Alba, J. (2018). Competencias éticas del gobierno abierto y la administración relacional. En J. Rodríguez Alba y G. Lariguet, Gobierno abierto y ética, pp. 275-307. Córdoba: Universidad Nacional de Córdoba.

  10. Villoria Mendieta, M. (2016). Los sistemas de integridad en las organizaciones: una reflexión desde el enfoque institucionalista del buen gobierno. En J. Rodríguez Alba y G. Lariguet, Gobierno abierto y ética, pp. 85-120. Córdoba: Universidad Nacional de Córdoba.

  11. Este índice es elaborado anualmente por la Fundación Konrad Adenauer Argentina, la Universidad Católica de Córdoba (UCC) y el Instituto de Ciencias Estado y Sociedad, a partir de ocho componentes y 24 subcomponentes.

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