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México y la violencia contra la mujer


El país que ocupa el primer lugar en feminicidios a nivel latinoamericano padece, además, de un sistema de justicia ineficaz que lleva a la doble victimización: una espiral que recrudece la violencia de género.

«Ser libre no es solo deshacerse de las cadenas propias, sino vivir de una forma que respete y mejore la libertad de los demás.» Nelson Mandela

En México, a pesar de las leyes pro derechos humanos, la violencia contra las mujeres ha alcanzado niveles extremos y tiene su expresión más cruda en el feminicidio, forma extrema de la violencia de género que es producto de la violación de los derechos en los ámbitos público y privado, basada en una concepción de la mujer que la nulifica como persona y la cosifica; esta violencia se encuentra, además, manifiesta en un conjunto de conductas misóginas en el marco de un Estado donde impera la impunidad social.

Nuestra cultura tolera, encubre, normaliza, invisibiliza, socializa y naturaliza estas violencias contra las mujeres, lo que genera un panorama de incertidumbre, dolor y menoscabo. ¿Cómo creer entonces que otra realidad sea posible? ¿Cómo detener una espiral de la violencia que pareciera extenderse y arraigarse en la sociedad?

La magnitud y cronicidad de los crímenes contra las mujeres coloca al país en una dinámica de desastre social. La violencia de género se presenta en todas sus manifestaciones y, tan solo en la Ciudad de México, de enero a julio de este año existe registro de 862 víctimas del delito de violación, de las cuales 124 fueron violaciones equiparadas y 18 tumultuarias; la edad de las víctimas va desde los 2 hasta los 72 años.

Estos son los datos que se conocen, las cifras oficiales que se conforman a partir de las denuncias legales. Sin embargo, también el acceso a la justicia para las mujeres es un ámbito en donde la desigualdad y la discriminación se reproducen grotescamente, lesionando así no solo sus derechos humanos sino que, además, produce lo que se conoce como la doble victimización, que lleva a que muchas de las víctimas no acudan ante la autoridad.

Tal es el caso de una joven de 17 años de edad en México, quien al presentarse ante la justicia para denunciar un acto de violencia de género fue víctima de una violación tumultuaria por parte de agentes policiales. La mujer, al denunciar de manera pública estos aberrantes hechos, fue acusada por el Gobierno de la ciudad de inventar las agresiones sexuales padecidas.

Ante estos hechos, numerosos colectivos feministas tomaron las calles de la Ciudad de México el pasado 16 de agosto, manifestando su rechazo ante esa barbarie social e institucional. Voces de mujeres que expresaron su rabia ante lo padecido por la adolescente, rabia justificada sin duda, rabia que como todo sentimiento de indignación profunda llevó a disturbios y vandalismo, rabia que es fruto de una injusticia y de una condición de vulnerabilidad que pareciera no tener forma de contenerse ni cuenta con estrategias claras para al menos mitigarse.

La respuesta del Gobierno, una vez más, demostró su insensibilidad frente a un complejo problema social: se calificó a las manifestantes de «provocadoras», se minimizó la gravedad del asunto de fondo —la creciente violencia de género y la doble victimización— con un llamado a «portarse bien», y se polarizó la opinión pública ante una demanda justa y necesaria, dividiendo a las propias mujeres bajo el lema «No nos representan».

Exigir una vida libre de violencia, visibilizar las terribles condiciones a las que se enfrenta quien acude a buscar una solución legal, señalar las enormes deficiencias de una justicia discriminatoria, parcial e inconclusa, alzar la voz frente a una nueva vejación, a la que se suman otras miles y que llevan a que México sea el país con mayor número de feminicidios de Latinoamérica (según datos de la CEPAL) son, cada una, causas suficientes para que las mujeres se unan en torno a este tipo de sucesos.

Esa unidad y esa sororidad son las mismas que distinguieron a las feministas del pasado, quienes lucharon para que hoy las mujeres tengan acceso al voto, a acudir a las universidades, a acceder a un trabajo, a manifestar sus ideas, a hacer visible la violencia doméstica, a acceder al derecho a la propiedad y a decidir, entre muchos otros que para algunas de nuestras abuelas eran impensables.

Perder la vida en un estallido violento familiar, al salir a la calle o al abordar un trasporte público continúa siendo un riesgo cotidiano para las mujeres mexicanas, y los acontecimientos reseñados nos hacen salir nuevamente a gritar al unísono, hasta asegurar que el Estado de derecho, la seguridades y libertades personales sean garantizados ante el aumento de la violencia y el desmembramiento social.

Es urgente en ese sentido promover una cultura de respeto hacia las mujeres y las niñas, para derrotar los mitos y prejuicios de la subcultura machista, transformar esas estructuras de desprecio en una sociedad en donde exista la igualdad, el respeto de los derechos humanos, la participación igualitaria de género en la toma de decisiones de la vida familiar, social, laboral, económica y cultural.

El movimiento feminista se hace presente para insertar las necesidades y problemas de las mujeres en la agenda política. No es pues una insurrección, es una exigencia de justicia social ante la evasión de las autoridades en la aplicación de las leyes que hacen visibles y exigibles su derecho a una vida libre de violencia.

La lucha por la igualdad ha sido una constante para las mujeres, no contra los hombres, no contra el sistema; es una lucha por el reconocimiento a la dignidad y por mejorar las oportunidades de vida para las generaciones de mujeres de hoy y de mañana.

Por todo ello, no solo me siento representada: ¡soy parte de ellas!

«Luchar por los derechos de las mujeres a menudo nos convierte en sinónimo de que odiamos a los hombres. Solo sé que algo es cierto: necesitamos detener estos pensamientos» Emma Watson

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