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No todo feminismo es de izquierda antiliberal

Desde el siglo XIX hasta el siglo pasado han existido tensiones políticas e ideológicas entre las distintas corrientes del feminismo. La más perdurable surgió entre las feministas liberales y las socialistas en el siglo XIX, cuyas apuestas de cambio histórico eran distintas, tal como se demostró en la centuria siguiente.

Mientras las feministas liberales pugnaban por la igualdad de derechos y por medidas favorables a la inserción de la mujer en la esfera pública, las socialistas se inclinaban por una revolución capaz de barrer los cimientos del capitalismo y, con ellos, la causa última de la desigualdad entre los géneros. No obstante, hasta el siglo XX liberales y socialistas tuvieron que aliarse para ser reconocidas en su condición de individuos dotados de razón que podían participar en política. Es decir, tuvieron que convencer a los hombres de su propio bando ideológico respecto a su derecho a votar, a organizarse y a participar en el cambio social. De este modo, como ocurrió en mi país Venezuela, mujeres socialdemócratas, socialcristianas y comunistas trabajaron conjuntamente para logros tan vitales como el sufragio, la igualdad ante la ley y la educación.

Desde luego, una vez obtenidas estas reivindicaciones vinieron nuevas luchas, entre ellas, la relativa a derechos sexuales y reproductivos, con temas muy polémicos en América Latina como el aborto y el matrimonio entre lesbianas. Mujeres de otras regiones del mundo todavía se movilizan por la educación, la participación política y la salud en condiciones duras y desfavorables, ajenas a las discusiones académicas que copan la escena, tal cual las radicales propuestas de Judith Butler respecto a la naturaleza completamente artificial de los roles de género. Otra línea del feminismo, la de Martha Nussbaum por ejemplo, señala que las feministas de países como los de Norteamérica y Europa Occidental deberían colocar la pobreza femenina en el centro de su agenda, desde una perspectiva si se quiere más pragmática que la adelantada por Butler.

Aunque los hechos indican que mujeres de distintas ideas políticas (e incluso de diversas religiones como en el caso de las feministas cristianas e islámicas) convergen en la lucha por la equidad de género, la existencia de casos como el de VOX en España, el de Jair Bolsonaro en Brasil o el del referéndum sobre los Acuerdos de Paz en Colombia deben llamar nuestra atención. El feminismo en estos tres casos fue identificado, respectivamente, con la izquierda antiliberal estilo Podemos; con una suerte de cruzada contra la familia, la existencia de los géneros femenino y masculino y la religión; o con fuerzas tan regresivas como las FARC en Colombia. Desde luego, el feminismo antiliberal —definido por su rechazo al pluralismo político, la economía de mercado y todo pasado que no quepa en sus parámetros ideológicos— confunde políticamente al reconocerse como el único feminismo. Tal presunción no es real históricamente hablando y suele tener un blanco específico, el feminismo de herencia liberal, el cual asume que el individuo mujer no debe ser el instrumento de la religión, la tradición o el Estado, sino una entidad con valor por sí misma cuyos derechos deben ser puestos en primer plano. Esta herencia es irrenunciable para cualquier feminista, incluidas las islámicas, indígenas y decoloniales, por no hablar de la lucha de las lesbianas por sus derechos.

Un lugar clave de discusión de estos temas es, desde luego, la arena política. Una política de verdadera raíz democrática requiere de alianzas y consensos, de la comprensión de la diversidad esencial de la sociedad sin abandonar los principios relativos a los derechos humanos. El conservadurismo y el radicalismo extremos, de los que hablé en un artículo anterior, pierden fuerza en este contexto y pueden ser aliados en circunstancias específicas. Bienvenidas las antiliberales cuando apoyan causas como el matrimonio igualitario; distancia con ellas cuando entran en los terrenos del dogma y la distorsión histórica.

Por ejemplo, las caricaturas del feminismo no decolonial o posestructuralista que he oído en eventos académicos son penosas porque sus emisoras (y emisores) simplemente mienten, pero tienen la autoridad conferida por títulos y publicaciones. He escuchado afirmaciones si se quiere discutibles, como que el patriarcado lo trajeron los europeos a América (o a Abya Yala, nombre propuesto por el pensamiento decolonial), por no hablar de una exaltación acrítica (y anacrónica) de las bondades sociales de los sistemas políticos y las culturas prehispánicas. Las universidades, por su propia naturaleza, deben propiciar la multiplicidad de puntos de vista en medio de una ola antiilustrada que debilita la capacidad del pensamiento social y humanístico para responder a los compromisos que abre el mundo actual. Las generaciones que se están levantando necesitan más que nunca el apoyo de la razón y la ciencia para enfrentar los retos ambientales y laborales que les tocan en el siglo XXI. Las feministas tenemos la obligación de acompañar esta tarea. Los temas que toman preeminencia pública no deberían solamente ser el acoso sexual y el aborto (muy importantes, sin duda), sino también las decisiones sobre el futuro y las formas de organizarnos en sociedad.

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