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Nueva York: la empinada cuesta de «volver a la normalidad» ante la pandemia


Pareciera que para vencer la pandemia, en la Gran Manzana se tiene que renunciar a todo lo que implica vivir aquí, con todas sus letras.

El último invierno no fue severo con los neoyorquinos. No hubo registro de una sola gran nevada. No se escribió en los titulares de enero, ni febrero, la palabra emergencia. No se suspendieron como en años anteriores las clases en las escuelas por tormentas de nieve. Pero todo era un mal augurio.

Días previos a la escalada mortal del coronavirus en la Gran Manzana, un boricua, sobre los 70 años de edad, con tono pausado, cuando compartíamos asiento en el subway, entre la estación Columbus Circle y Brooklyn, me dijo: «Este invierno que a ratos parece verano, nos prepara para algo que viene muy mal».

La ciudad venía de celebrar que ese último domingo de enero, marcado históricamente por temperaturas congelantes, estuvo fresco para caminar y pasear. Ahora, asumo que la sentencia de aquel señor tatuado hasta en la cara, con un diente de oro, era una desventurada profecía.

Ese compañero de vagón estaba ataviado con un blazer brillante a pleno mediodía, se bajó en la estación Brooklyn Bridge, ayudado por un bastón. Quizás nunca más lo vuelva a ver. Aunque no dejo de confirmar que, en efecto, ese «algo que viene muy mal» llegó y con un poder inédito de interrumpir el ritmo de la vitalidad de esta urbe, la cual solo se limitaba a ratos por la rudeza de su clima.

Dos meses luego de esa premonición en voz baja, la imponente capital del mundo se encontraba contra las cuerdas, asediada por un agente microscópico.

Llegó febrero. Ya las autoridades de la salud de Nueva York decían a los periodistas que cubríamos la fuente de salud, que solo era cuestión de tiempo para que el patógeno que se originó, apareció, surgió (desconozco cuál es el verbo más adecuado) en China, iniciara su marcador de muerte.

Ya entrado el mes de abril, los muertos se contaban en casi 10.000. Mucho más que el mortífero atentado terrorista a las Torres Gemelas. Un acontecimiento cuyo impacto emocional y económico está quedando como un hecho menor ante esta emboscada viral paralizante que arruina, mata y aniquila, con particular ensañamiento con los que menos tienen. Y con los que irónicamente pasaron a ser esenciales para mover las turbinas que quedaron encendidas en la ciudad. Y que nunca se apagaron del todo.

En esta parte del mundo aún se trata de descifrar exactamente de qué se trata y cómo se contagia. Lo que sí parece un hecho ineludible es que llegó a Nueva York con bríos más asesinos.

El COVID-19 encendió su máquina aniquiladora en la última semana de marzo. Entre 650 y 700 decesos, en un día, era ya un asunto corriente.

La segunda profecía

Las primeras advertencias de las autoridades de la Gran Manzana sobre el coronavirus exhibían una narrativa que buscaba no despertar el abandono de la cotidianeidad: el roce humano obligado, los bares colmados de gente al final de la oficina, lo promiscuo del subway y toda esa fiesta diaria del contacto casual.

Ahora me pregunto: ¿con cuántas personas se roza cada día en el trayecto cotidiano en la Gran Manzana? ¿Cuántas micropartículas de otro recibes en tu humanidad cada día, en esta danza neoyorquina de convivir con gente que ni siquiera ves a los ojos?

Obviamente, por sus discursos iniciales, las propias autoridades desconocían el instinto del enemigo y lo volátil de su presencia en la cuadrícula urbana.

Las calles de Nueva York. Foto: Fernando Martínez


Mientras avanzaban las noticias en Asia y Europa, y el coronavirus había llegado a Estados Unidos, ya un vagón del tren se presumía como un campo minado.

A mediados de enero, cuando el coronavirus parecía una historia lejana para los neoyorquinos, en un vagón del tren A entre el centro de Manhattan y la calle 181 en Washington Heights, un joven asiático estornudó. Toda la fauna multiétnica que ocupaba la hilera de los seis asientos color naranja, de ese pequeño costado del sistema de transporte, coincidió en verse las caras. El universo gestual fue de resignación.

En esos segundos en el tren, donde todos nos imaginamos que las gotitas contaminantes expectoradas por el joven nos alcanzaron, no hubo necesidad de intercambiar palabra. Estoy seguro de que al unísono todos asumimos que estábamos ya en la línea de fuego.

Ese fue el primer acto que me llevó a percibir que el temor, en este caso un antídoto muy necesario, ya estaba formando parte de la vorágine de la Gran Manzana. En cuestión de semanas, nada pareció exagerado.

Ya era difícil montarse en un vagón del subway neoyorquino, en donde el contacto con el otro es inevitable, sin terminar tu viaje con esa sensación esquizoide de que ese monstruo de un par de micras, que empezaba a castigar al mundo, se impregnaba en tu cuerpo, especialmente en tus manos.

Una tarde de febrero, una señora dominicana, con la elocuencia propia de estos caribeños que tienen su hogar mayormente en la parte alta de la isla de Manhattan, también me hizo una advertencia, en un vagón del subway: «Mira, ve. Cuando ese bichito que anda por allí llegué aquí a Nueva York, esto va a ser candela. A los muertos no los vamos a poder recoger».

¡Y así fue!

La ciudad de Nueva York, con esa vocación de pionera, de ser epicentro y laboratorio de muchas tendencias, pasó de nuevo al podio del mundo. Pero esta vez el protagonismo tenía sabor a muerte.

El 1 de marzo se confirmó tímidamente el primer caso positivo de COVID-19 en una trabajadora de la salud que había viajado a Irán. Ya el 18 de abril contar menos de 600 muertos en 24 horas, era descrito como un buen síntoma.

Los partes diarios reportaban en cuestión de horas más de 700 almas que sucumbían ante el COVID-19, en los cinco condados neoyorquinos, pero poniendo su garra con mucha agudeza en la laringe de la mayor minoría de la ciudad: los hispanos.

Lo que nadie advirtió

Sí, no había dudas, la pintoresca dominicana del tren tenía razón, al igual que el misterioso boricua tatuado. Después de un invierno benévolo vendría una gran tragedia y si el bichito llegaba, vendría repotenciado para poner de rodillas a una ciudad que se rehúsa a toda costa a postrarse.

Lo que nadie había precalculado es que los vientos asesinos de la pandemia postrarían justamente a los boricuas del Harlem y el Bronx, a los dominicanos de Washington Heights, a los mexicanos de Brooklyn y a los latinoamericanos de Queens. A los más pobres, a la mayor minoría étnica neoyorquina, para quienes una cuarentena es lo mismo que no poder sobrevivir.

En resumen, empezaron a morir más hispanos y negros. Como siempre lo ha delatado la historia de todas las pestes, sean naturales o por el poder destructivo del hombre, los más pobres reciben la factura más alta, pero en este caso convertidos en héroes porque son esenciales para la ciudad.

Todos esos inmigrantes, que nunca pudieron abandonar del todo los vagones del subway, siguieron compartiendo espacios de estornudos, de tos saturada con el patógeno, en una ruta laboral que no pudieron abandonar.

Así, en resumen, los inmigrantes, los sin papeles, siguen siendo el blanco más claro de la enfermedad respiratoria, que no discrimina, en apariencia.

La incógnita de volver a la normalidad

El verano pasado, un mexicano de Puebla, de manos fuertes y ropa ultrajada por el trabajo de construcción, me comentó alguna vez que abordé un tren entre Queens y Manhattan que, si alguna vez los inmigrantes de la ciudad no salieran a trabajar, la chispa que enciende a Nueva York todas las madrugadas posiblemente no funcionaría.

Y tenía razón. El COVID-19 está dejando claro que por lo menos 60 % de la fuerza necesaria para proteger, limpiar, transportar y alimentar a los neoyorquinos en tiempos difíciles proviene de esas comunidades, para las cuales el aislamiento social es tan cuesta arriba como legalizar su situación migratoria.

Lo único visible es que en una ciudad en donde se hablan más de 637 lenguas, quienes se comunican en español en el Alto Manhattan, en el Bronx y en Queens seguirán poniendo los números rojos de esta tragedia, todavía misteriosa.

La incógnita en la capital del mundo es mucho mayor que la surgida siglos atrás, durante las devastadoras pestes del mundo medieval.

Ese anhelo de volver a la normalidad para los neoyorquinos parece un camino muy empinado.

La otra cara de la ciudad, esa que solo se hace visible en tiempos de una emergencia, se pone más al descubierto en los sótanos de los vecindarios latinos de Queens, Brooklyn, el Alto Manhattan y El Bronx, en donde viven cientos compartiendo un espacio casi obligados, para dividir al máximo el costo de una renta que en la Gran Manzana es impagable para la mayoría.

Ahora no solo comparten los gastos, los sueños de volver algún día a sus países en el sur, el deseo de ahorrar para construir su propia casa para el retiro, sino también la mortal vulnerabilidad ante el virus.

Allí, en esos sótanos y en los proyectos de vivienda pública sembrados en esta megalópolis, en donde miles de apartamentos en torres gigantescas congregan a centenares de familias en pocos metros cuadrados, tampoco es posible el aislamiento social.

El Metro. Foto: Fernando Martínez


Para estos miles de neoyorquinos que viven en los projects, la mitad hispanos y negros, y para otros tantos que viven en sótanos y apartamentos superpoblados, es muy confuso el objetivo de volver a la normalidad, si eso implica que su cuota para evitar la propagación es el aislamiento si se sienten enfermos.

Mientras la ciencia no encuentre el antídoto, en general, se impondrá la receta de renunciar al encuentro con el otro, al subway, al bar, a la muchedumbre que toma las calles en el verano, pero hay un grupo que difícilmente podrá evitar su propio conglomerado en casa. Justamente todo esto es Nueva York en sí misma.

Pareciera que para vencer la pandemia en Nueva York se requiere renunciar a todo lo que implica vivir aquí. Con todas sus letras.

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