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¿Qué tan racionales son los votantes?

Si los votantes son racionales o no, pareciera ser una cuestión central de la ciencia política. Sin embargo, el debate tal vez debería girar en torno a otros asuntos, por ejemplo, cómo toman decisiones.

Mesa de escrutinio de votos | Foto: Canal Sur TV, vía Flickr

Mesa de escrutinio | Foto: Canal Sur TV, vía Flickr


La cuestión de la racionalidad de los votantes está en el centro del debate de la comunicación política. Si el electorado es incapaz de actuar racionalmente, ¿cómo anticipar sus decisiones? O, lo que es más, ¿cómo crear plataformas de campaña que sean beneficiosas para un electorado aparentemente incapaz de tomar decisiones que sigan una lógica clara?

Así, lo que en primera instancia se necesita para saber si los votantes, en su conjunto, son racionales, sería definir qué es la racionalidad. ¿Se trata de algo que tiene sentido lógico para alguien? De ser así, la respuesta a la cuestión es simple: los votantes, como los humanos, son racionales porque cualquier decisión que manifiesten el día de la votación es el producto de una lógica que para ellos tiene sentido.

Desde esta óptica, cuando se elige un nuevo gobernante, esta es siempre una decisión racional porque cada elector, en su individualidad, llevó a cabo un análisis a través del cual se decantó por un candidato u otro porque pensó que esto haría que se maximizaran sus utilidades. Para ponerlo en otras palabras, cada voto representa lo que el ciudadano creyó que iba a hacer de su vida una más fácil o mejor.

Sin embargo, bajo la superficie de este argumento se encuentra otro gran factor de discusión que no ha sido tomado en cuenta en la teoría racional del votante: las repercusiones que tiene el voto para la sociedad y cómo las decisiones individuales pueden ser juzgadas como racionales o lógicas según los beneficios reales que generan. En otras palabras, si los votantes tomados como individuos son racionales, ¿lo son también como un grupo?

En este tema, economistas y politólogos han apuntado que, hablando de manera egoísta, los votantes no están cometiendo errores al elegir cualquiera de las opciones que tienen disponibles. Esto es precisamente porque, si se analiza como una decisión individual, un voto tiene tan pocas posibilidades de afectar el resultado de las votaciones que un egoísta racional elige no poner atención a la política y convertirse en un ignorante racional, de acuerdo con Bryan Caplan, teórico del tema y autor de El mito del votante racional.

Dicha ignorancia puede ser vista, por ejemplo, en las actitudes que el electorado toma ante aspectos cruciales como la economía. Si bien esta es una de las fuerzas principales detrás del bienestar popular y la estabilidad social, los votantes tienden a estar profundamente desinformados acerca de ella y, así, emiten votos que llevan a escenarios imprevistos por analistas, tales como el brexit y la presidencia de Donald Trump. Estos sucesos, a su vez, tendrán consecuencias a nivel macroeconómico potencialmente nocivas y repercutirán en el estilo de vida de quienes votaron para que sucedieran.

En este sentido, estudios empíricos respaldan la afirmación de que los votantes tienden a estar desinformados de lo que tenga que ver con la arena política. Por ejemplo, un estudio del Centro Pew de 2015 demuestra que el público en general en Estados Unidos tenía marcada dificultad para responder preguntas relacionadas con la política de ese país, así como sobre la composición de la Suprema Corte y qué partido tenía más escaños en el Senado. Estados Unidos está lejos de ser el único país con una ciudadanía de estas características. Situaciones similares se han documentado en ColombiaEspaña e Italia, por mencionar algunos.

Este hecho crea una encrucijada que nos aleja del punto de la racionalidad contra la irracionalidad y nos acerca a la disyuntiva de la ignorancia contra el conocimiento. En este sentido, la política es un tema poco entendido y las malinterpretaciones como las señaladas llevan al electorado a tomar decisiones que en retrospectiva no son las más beneficiosas, sobre todo cuando las medimos contra consecuencias reales y tangibles, tales como las económicas.

Y es este último punto lo que debiera ser el centro de la atención de aquellos que diseñan y comunican políticas públicas. No se trata de si los votantes son capaces de actuar, en su conjunto, con racionalidad. En su lugar, el centro de la conversación debería situarse en qué información posee el electorado y cómo hacer que se interese por temas como la política o la economía, que normalmente son materias consideradas tediosas por la mayoría.

Finalmente, la política se trata de conflicto y es inherentemente emocional, pues en la lógica de la confrontación el consenso es difícil, si no imposible, de lograr. A pesar de esta naturaleza emocional, el hecho de que los votantes son capaces de actuar bajo cierta lógica, y que, por tanto, son racionales en el más básico de los sentidos, debiera ser algo sobrentendido en este ámbito. De lo contrario, la práctica de la comunicación política carecería de sentido, pues se estaría buscando establecer un diálogo con un grupo incapaz de entrar en la conversación.

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