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Retrasemos el final de la historia


Tras la caída del Muro de Berlín en 1989 muchos celebraron «el fin de la historia». Había triunfado el relato liberal. Sin embargo, la ralentización en el crecimiento económico de los Estados liberales más desarrollados del mundo en los últimos veinte años despertó en parte de la ciudadanía cierto rechazo hacia el liberalismo. Aparecieron como opción los populismos autoritarios, que encontraron en ese descontento su base de apoyo. La revolución de las infotecnologías y las comunicaciones del nuevo siglo ha servido como plataforma para la propagación del mensaje de odio de los populismos que avanzan en el mundo occidental. La historia no llegó a su fin.

La caída del Muro de Berlín en 1989 puso fin al orden mundial existente desde fines de la segunda guerra mundial, caracterizado por una disputa de poder entre el relato liberal y el comunista. El colapso del mundo bipolar fue catalogado por algunos como «el fin de la historia», en alusión al triunfo del liberalismo político y económico sobre la dictadura del proletariado y la economía centralizada. El Estado de derecho, la representación, el respeto por las minorías, el libre mercado y la globalización se consolidarían en la mayor parte del mundo occidental y ya no habría oposición ideológica alguna. Era el triunfo del liberalismo.

Sin embargo, las primeras dos décadas del nuevo siglo comenzaron a mostrar una ralentización en el crecimiento económico de los Estados liberales más desarrollados del mundo: Estados Unidos en las primeras dos décadas de la posguerra creció a un promedio del 4 % anual, mientras que en las dos últimas décadas lo hizo al 2 %. En Francia la diferencia es aún mayor: el crecimiento en la era de la posguerra fue a un promedio del 5 % anual, mientras que en los últimos veinte años lo hizo a un 1,5 %. Las trayectorias para países como Alemania e Italia son similares. Esta merma en el crecimiento económico ha llevado a que las nuevas generaciones no gocen del mismo nivel de vida que tuvieron sus antecesores, con el agravante de que el mercado laboral de los próximos años exigirá una mayor calificación y será más competitivo, lo cual dejará a mucha gente afuera. Esto ha despertado en la ciudadanía, sobre todo en las masas trabajadoras que sienten temor a perder su empleo, un rechazo hacia el liberalismo. He ahí el caldo de cultivo de los populismos autoritarios.

Con el cambio de siglo se produjo también una revolución en las infotecnologías y en las comunicaciones, lo que ha ocasionado cambios profundos en nuestra democracia. La aparición de internet primero y las redes sociales después, a las que puede accederse desde un computador portátil, masificaron el acceso a la información y volvieron la comunicación horizontal. Hoy la mayoría de los ciudadanos son permanentes emisores y receptores de mensajes y tienen acceso a un gran caudal de información. Esto ha generado que vivamos en la era de la desintermediación y la desinformación: ciudadanos que no sienten la necesidad de ser representados, sino que pueden expresarse y ejercer un activismo de manera individual en relación con cada tema que les preocupa; y un gran caudal de fake news que circula por las redes, lo cual más que informar, desinforma.

Este fenómeno ha mostrado hasta ahora efectos positivos y negativos en relación con la democracia. Por un lado, ha servido como herramienta de difusión de información y convocatoria a movilizaciones contra regímenes autoritarios, como el caso de la Primavera Árabe en 2010; pero por otra parte está siendo utilizado eficazmente por los populismos autoritarios para diseminar su mensaje de odio y canalizar el descontento ciudadano con el liberalismo. ¿En qué consiste ese mensaje o relato?

La retórica populista se caracteriza por reivindicar al pueblo por sobre el establishment, al que acusa de buscar satisfacer únicamente sus propios intereses. Cuestiona la representación y apela a una relación directa con el pueblo, que en su concepción está representado únicamente por la mayoría que los eligió. Se opone a la globalización y a la inmigración. No tolera al multiculturalismo y reivindica la identidad nacional. El problema de estos líderes es que están desconsolidando la democracia liberal e instaurando regímenes iliberales: cooptan organismos de control, designan jueces afines, expropian medios de comunicación y persiguen a líderes de la oposición. De esta manera, poco a poco, van deteriorando la calidad democrática, llegando en algunos casos ha producirse la transición hacia una autocracia, como acontece con Maduro en Venezuela.

La historia, como pensaba Francis Fukuyama, no ha llegado a su fin. Líderes como Trump, Bolsonaro, Kurz, Orbán, Erdogan y Putín; o movimientos como Alternativa para Alemania, el brexit en el Reino Unido o Cinco Estrellas en Italia están poniendo en jaque al liberalismo. El gran dilema de los próximos años será ver cómo lograr una mayor eficacia en la satisfacción de las demandas ciudadanas, en el marco del respeto a las libertades civiles y a las minorías. Un nacionalismo excluyente, que no respete el pluralismo y no conciba que existen problemas globales como la contaminación ambiental y el terrorismo, que demandan soluciones globales, no es el camino adecuado.

Ser más eficaz en la formulación de las políticas públicas implica escuchar más al ciudadano, lo que a su vez demanda mejorar la calidad de la representación (no eliminarla), utilizando para ello las nuevas tecnologías. Esto a su vez debe compatibilizarse con el saber experto. El desafío es enorme, más aún si se tiene en cuenta que el avance de la automatización y la inteligencia artificial pronto destruirán los trabajos rutinarios dejando a una gran parte de la población fuera del mercado laboral.

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