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Sin cuenta

Cincuenta niños muertos en otro bombardeo y la foto de cuadernos en la arena ensangrentada. El ataque fue un jueves en una región de nombre exótico que probablemente olvidemos pronto.

En estos días se conmemora la defenestración de Praga. Hace exactamente cuatrocientos años un grupo de nobles bohemios rebeldes tiraron por la ventana a los enviados del emperador en señal de protesta. Con este acto comenzó una guerra larga y cruel, la guerra de los Treinta Años. Los historiadores dicen que fue la primera guerra total en la que ejércitos y mercenarios mataban y saqueaban, y en algún momento fue difícil, si no imposible, diferenciar amigos de enemigos. Durante aquella guerra ciudades enteras fueron exterminadas, se empleó el saqueo y la tortura sistemáticamente y algunas regiones de Europa quedaron despobladas irreversiblemente.

Yemen es un territorio relativamente pequeño. Durante años hubo allí dos países diferenciados —el del sur y el del norte— que finalmente se reunificaron. Es un país pobre y en su territorio tiene lugar una guerra que enfrenta tribus, líderes y fracciones políticas y etnias. Cada una de las partes enfrentadas tiene apoyos internacionales de países, grupos políticos y hasta contingentes armados provenientes de otras guerras. El panorama es difícil de entender, también por lo complejo y cambiante. Sin embargo, hay dos potencias cuyo involucramiento le da al conflicto un carácter de guerra regional: Irán y Arabia Saudita. Al parecer, en el territorio del pequeño Yemen se dirimen las diferencias políticas, estratégicas y culturales entre estos gigantes regionales.

En Arabia Saudita se hallan la Meca y Medina, los lugares sagrados del Islam y su casa real se presenta como heredera directa del profeta. Mientras tanto, Irán es el baluarte del islam shiita, tradicionalmente minoritario en el mundo árabe hasta la llamada Revolución islámica liderada por el ayatola Jomeini primero y la invasión de Irak después. Por esto, los analistas internacionales dicen que ahora el islam tiene su guerra de los Treinta Años.

Hace muchos años Yemen era parte del reino de Saba. Vivía allí Makeda, la reina de Saba, a la que Salomón amó y con quien según las tradiciones tuvo un hijo, Manelik. Salomón es venerado por las tres religiones del libro. Es el profeta que hace justicia, el de cantares, cuentos y leyendas. Es el Salomón cuyas minas dieron lugar a nostalgias por lugares a descubrir e historias de valientes conquistadores.

En algún lugar del remoto Yemen vivía una niña llamada Buzaina. En alguna de las operaciones militares perdió a toda su familia. Ella salvó su vida muy herida. Una foto la muestra abriendo con una mano su ojito inflamado para ver la cara de quien habla con ella.

A los treinta años de la defenestración de Praga se firmó la Paz de Westfalia. Terminó así la guerra que lleva el nombre de su duración, los treinta años que nadie tuvo tiempo de contar durante la guerra. Hay quien dice que en Westfalia se inventó la soberanía como criterio ordenador de las relaciones internacionales. Se supone que ese tratado dio estabilidad a las relaciones entre los Estados europeos. Henry Kissinger considera que el mundo de hoy, globalizado e hiperconectado, necesita un nuevo tratado. Tal vez entonces Buzaina pueda vivir en paz.

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