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Sin ética no hay auténtica política


La expresión amistad cívica puede parecerles a algunos una ingenuidad o un deseo romántico, tal vez porque el exceso de pragmatismo en la vida política y el olvido de los valores que sostienen las democracias son realidades extendidas y sobre las que poco reflexionamos.

El concepto de amistad cívica (civic friendship) proveniente del mundo anglosajón. Hace referencia a un ingrediente clave de la vida pública desarrollado por Aristóteles hace aproximadamente 2400 años. Para el filósofo griego, para poder prosperar, las sociedades necesitan leyes e instituciones justas, jueces honestos y gobernantes prudentes, pero especialmente necesitan concordia, amistad cívica, sin la cual la vida pública no funciona.

Antes que nada, aclaremos que la palabra amistad en Aristóteles no tiene el sentido corriente que hoy le damos, por lo que no significa que entre todos los ciudadanos compartan un afecto personal. No son los amigos que elijo, sino con los que tengo un destino común. Según Aristóteles, la amistad política o amistad cívica es la amistad que se desarrolla en el contexto de la ciudad, y en la cual no se precisa una relación de proximidad y reciprocidad tan fuerte como con la amistad basada en la virtud o el bien.

Amistad (filía en griego) es el fundamento de la política para Aristóteles: «Todo es obra de la amistad, pues la elección de la vida en común la supone» (Política, 1281 a). Y la amistad implica la virtud, en cada uno y en las relaciones con los otros, por lo que la verdadera política presupone necesariamente la ética, la cual implica a su vez un modo de ser «por el cual el hombre se hace bueno y por el cual realiza su función propia» (Ética a Nicómaco, 1106-20). En filosofía política la tradición clásica entiende que la política no es un mero asunto de leyes, reglamentos, derechos, fórmulas y técnicas, sino que tiene como fondo la ética, el ejercicio de la excelencia en la búsqueda del bien común.

Para Aristóteles la amistad es anterior a la política, pero la polis no es posible sin la amistad. Y es que la política es el espacio de lo público, que se constituye en un espacio de todos, que interesa a todos y que afecta a todos. En la plaza pública se habla de lo que concierne a todos y se apela a la razón de todos. Este espacio es participable por todos y transparente a todos. En este espacio hay normas, leyes, reglas de juego que hay que respetar para el buen funcionamiento de la vida en común. Pero sin los valores compartidos que la hagan posible, puede llegar a convertirse en puro formalismo sin contenido. Además, como no todos entendemos lo mismo por bien común, se necesita cada vez más una ciudadanía formada y con pensamiento crítico capaz de deliberar acerca de los fines hacia los cuales nos encaminamos como comunidad política.

La amistad cívica es la de los ciudadanos de un Estado que se saben miembros de una comunidad que comparte un destino común y, por ello, deben cultivar aquellas virtudes cívicas que hacen al bien querido por todos, respetando las legítimas diferencias y los derechos fundamentales.

La filósofa española Adela Cortina escribe al respecto que, a pesar de las enemistades que existan entre ciudadanos, es más lo que los une que los que los separa, donde la mano intangible de la amistad cívica une los bloques de todo el edificio social. «Junto a la mano invisible del Estado y la presuntamente invisible del mercado, es necesaria la mano intangible de la amistad entre ciudadanos que se saben artesanos de una vida común».

En sociedades cada vez más plurales y complejas, donde la cultura común ya no es un presupuesto, se necesita reforzar unos mínimos valores comunes que hagan posible la convivencia y la construcción del bien común. Por ello hoy es cada vez más necesario que hablemos de la importancia de la ética en la vida política, donde el reconocimiento de las diferencias sea un factor de progreso y se promueva una auténtica cultura del encuentro y del diálogo que enriquece a todos. El exacerbado individualismo posmoderno ha olvidado que los problemas de los otros son también mis problemas y que los desafíos comunes reclaman amistad cívica.

La pérdida del sentido

La mayoría de nuestros problemas no están en el plano politológico en su comprensión contemporánea, tan reducido a cuestiones sociológicas y pragmáticas, como si todos los problemas políticos fueran cuestiones de gestión administrativa o resolución de conflictos. Muchos ya no apelan a cuestiones éticas que todos deberían respetar naturalmente, sino que ponen su esperanza en querer solucionarlo todo judicialmente, o en manos de «expertos».

Pero la experiencia cotidiana en muchos ámbitos muestra un drama más hondo: el desprecio de unos hacia otros, y no por razones ideológicas o económicas, sino ya solo por una suerte de resentimiento existencial, de vacío insoportable, de criticar por criticar, de atacar por atacar. Y así, quienes se desprecian mutuamente reclaman para sí derechos que no respetan para los otros. Se confunden deseos individualistas con derechos, pero no importan los derechos de los otros, solo los propios. Y los deberes que son inseparables de los derechos no parecen interesar demasiado.

La ausencia de valores, de un fundamento donde apoyar la vida en común, es el drama de Occidente anunciado por Nietzsche hace ya más de un siglo: «El hombre moderno cree experimentalmente a veces en este, a veces en aquel valor, para abandonarlo después; el círculo de los valores superados y abandonados es siempre muy vasto; constantemente se advierte más el vacío y la pobreza de valores; el movimiento es incontenible —si bien se ha intentado frenarlo con gran estilo—. Finalmente, el hombre se atreve a una crítica de los valores en general; reconoce el origen; conoce demasiado para no creer más en ningún valor; he aquí el pathos, el nuevo escalofrío… Esta que les cuento es la historia de los dos próximos siglos. Describo lo que sucederá, lo que no podrá acontecer de manera diferente: el advenimiento del nihilismo» (F. Nietzsche, Fragmentos póstumos, 1885-1889).

En la época del crepúsculo del deber (Lipovetsky), donde nos despedimos de los grandes relatos (Lyotard), donde la cultura ha perdido el sentido de los fuertes valores que eran la referencia para orientar la vida y el pensamiento, se vive en un mar de incertidumbres (E. Morin). Como profetizó Nietzsche a finales del siglo XIX, la crisis del tiempo que le sucede es de una profunda crisis de fundamentos, de una crisis metafísica, antropológica y ética. Nietzsche, con su estilo demoledor, llega a un callejón sin salida y su resumen del nihilismo es «la muerte de Dios», es decir, la pérdida del suelo en el que se sostenía la cultura occidental. Es algo mucho más amplio que un postulado de ateísmo, como comúnmente se cree; es la constatación de la pérdida de la dimensión de trascendencia, la anulación de todos los valores tradicionales, la pérdida de todos los ideales. Y así lo describe Heidegger en Caminos del bosque: «El nihilismo, considerado en su esencia, es más bien el movimiento fundamental de la historia de Occidente. Este revela un curso tan profundamente subterráneo, que su desarrollo no podrá determinar sino catástrofes mundiales».

¿No sucederá también que la política reducida en su horizonte y desfundamentada se encuentra necesitada de nuevas raíces, de un fundamento que le dé sentido y credibilidad?

Construir la amistad cívica

La respuesta más fuerte contra la crisis política parece ser la construcción de la amistad cívica, la recuperación de la ética en la política; no solo en la práctica, sino también en la teoría y en la educación, así como en los discursos, que están cada vez más vacíos de ideas y de valores. En un momento histórico donde relativistas y fundamentalistas huyen del diálogo para replegarse en sus propias visiones dogmáticas y subjetivistas, donde el pensamiento simple tiende a la polarización social y al emocionalismo narcisista, atreverse a hablar de ética, de la responsabilidad ante los otros, no es solo una acción contra la corriente, sino un compromiso político real en la búsqueda del bien común y del fortalecimiento de la democracia.

La comunidad política es auténtica cuando existen vínculos reales y solidarios, que, en medio de las diferencias, van más allá de una superficial tolerancia o de respetar las leyes, porque se realiza como construcción colectiva de un nosotros que solo es posible desde la confianza en las personas y en las instituciones, desde una verdadera amistad cívica que no pierde de vista el bien común.

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