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Sobre la democracia, en su día

Se conmemora esta semana, por resolución de las Naciones Unidas, el Día Internacional de la Democracia. En nuestras circunstancias, una fecha así puede invitar al cínico relativismo o a la desesperanza; tratemos nosotros de recordar lo que es precioso y único de este sistema.

En el año 2007, ante la iniciativa que por décadas había tenido la Unión Interparlamentaria Mundial, las Naciones Unidas declararon al 15 de septiembre como el Día Internacional de la Democracia. Siendo un cuerpo organizado originalmente en el consenso de los aliados victoriosos sobre el fascismo y en nombre de los derechos humanos, cabe preguntarse cómo es que tardaron tanto. Lo cierto es que el conjunto de sus naciones fundadoras, y el agregado de nuevos Estados incorporados tras los procesos de descolonización, independencia y desmembramiento de imperios (especialmente el Imperio soviético), no siempre han estado comprometidos con una idea clara de lo que es la democracia.

Este hecho, que frustra a promotores de la democracia alrededor del mundo , puede constatarse entre los considerandos de la resolución que dio origen a la festividad:

«Reafirmando también que, si bien las democracias comparten características comunes, no existe un modelo único de democracia, y que esta no pertenece a ningún país o región, y reafirmando además la necesidad de respetar debidamente la soberanía, el derecho a la libre determinación y la integridad territorial».

Es decir, las Naciones Unidas no pueden imponer ni promover la democracia fuera del consentimiento de los gobiernos de sus países miembros, ni pueden intervenir en pro de la democracia puesto que no existe un modelo único de esta forma de gobierno. A fin de cuentas, se autodefinen como democracias sistemas tan diversos como la República Federal Alemana, la República Popular China, la Serenísima República de San Marino, el Reino de Tonga y la República de Cuba. Y si equiparamos a la democracia con elecciones, acaso la más frecuente de esas características comunes indicadas en la resolución, ¡hay elecciones hasta en el Reino de Arabia Saudita!

Como fuese, hoy nos queda claro que la democracia no son solo elecciones, sino que son las elecciones en un contexto social (relativa igualdad y prosperidad), institucional (división de poderes, libre expresión) y cultural (armonía, no discriminación y concordancia) más amplio, con el propósito de dar autoridad a unos gobiernos con fines muy precisos. Esperamos así la libre competencia entre opciones plurales y diversas, pero además consagramos esa competencia a un valor que es superior a la voluntad parcial de los electores, incluso si esta es abrumadoramente mayoritaria. Y ese valor se encuentra en que los gobiernos y resoluciones derivadas de la autoridad del electorado encuentren su límite en los derechos humanos. Esto es, el conjunto de libertades civiles y políticas y aspiraciones sociales económicas y culturales que acompañan a los individuos desde su nacimiento y dentro de las comunidades a las cuales pertenecen. Aquella intangible dignidad de la persona humana, cuya vulnerabilidad nos es evidente.

En ese sentido, cabe afirmar que la democracia no es un sistema infalible para el mantenimiento de tal dignidad. En su variabilidad, no siempre es capaz de resolver los dilemas entre la prosperidad, la libertad y el desarrollo individual. En su pluralismo ideológico, no siempre es capaz de garantizar que las ideologías más autoritarias pongan coto a sus aspiraciones. Y en su funcionamiento institucional, la diferencia entre los políticos y los ciudadanos puede sentirse profunda durante los períodos de gobierno que conectan a cada elección.

Esto es así porque nosotros, las personas que componemos el demos, no somos perfectos. Las relaciones humanas sobre la base de las cuales imponemos las reglas formales que identificamos con la democracia, no siempre logran modificar nuestra conducta que, así como puede ser generosa, desprendida, emprendedora, colaborativa y respetuosa, puede ser también parcializada, obsecuente, venática, celosa y resentida. Pero sugerir que requerimos un ductor vertical que nos imponga una nueva naturaleza, así como el padre legislador rousseauniano, sería admitir la derrota moral de la democracia, y el primer paso para la renuncia a la libre determinación.

Debemos reafirmar que la democracia es una forma de gobierno superior a sus alternativas, especialmente si comprendemos cuál es su propósito como forma de gobierno. El orden, la prosperidad, la estabilidad, son todos importantes fines para cualquier sistema político, pero solo en la democracia adquieren un sentido orientado hacia la realización del conjunto de sus miembros, reconociéndoles su intrínseco valor. Podemos ver cómo, con la expansión global de las democracias en el último siglo, tenemos en conjunto las circunstancias más avanzadas y seguras para la vida humana en su historia. Solo en las democracias nos es posible reconocer de manera más plena al individuo y a su comunidad, donde el conjunto diverso y contradictorio de nuestros derechos adquiere un valor que se puede defender de los abusos de las minorías y también de las mayorías. Son esas democracias las que han logrado la base material que puede alimentar nuestra pulsión por libertad e igualdad de manera más amplia, pese a lo que nos indica hoy la propaganda de los diversos autoritarismos.

La democracia no ha estado siempre allí, y hoy sufre un malestar que la pone en entredicho aun en nombre de sí misma. Pero estas amenazas nos han de recordar su preciosa rareza, la cual debemos celosamente proteger de los defectos de nuestros políticos —a los cuales podemos reemplazar— y de nuestras propias inclinaciones —las que podemos también moderar—. Debemos conmemorar a la democracia en su vigencia real, y como ideal a alcanzar.

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