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Una laicidad para el siglo XXI

Transitamos una época incierta, en la que los fundamentalismos y la intolerancia amenazan la convivencia. Solo en el conocimiento y la comprensión del otro podremos enfrentar este desafío.

Existe una gran diversidad de interpretaciones sobre lo que entendemos por “Estado laico” y “laicidad”, sobre los límites de la libertad religiosa y sobre el vínculo que debería tener el Estado con instituciones religiosas. Pero lo complejo del asunto es que no existe una “laicidad” en abstracto, sino que existen diversos modelos de laicidad, formas reales de acuerdos que dan autonomía al Estado y a las religiones, donde lo que tienen en común es que el Estado debe ser aconfesional, es más, ampliando el concepto, no debería nunca imponer una visión doctrinal a los ciudadanos, ni religiosa, ni ideológica. Las relaciones entre la esfera política y religiosa son muy diferentes en estados laicos cuya diversidad sorprendería a quienes toman como modelo la propia forma concreta de ese acuerdo que llamamos “laicidad del Estado”. Estados laicos como Turquía, Estados Unidos, México, Uruguay o Francia, tienen notables diferencias. En México, aunque el Estado es laico unos años antes que en Uruguay, la fuerte presencia de la religión en el espacio público es incomparable a la forma uruguaya de esconder la dimensión religiosa, privatización más radical que la francesa. A muchos uruguayos les cuesta imaginar a México como un país laico por su cultura religiosa y su presencia pública, ni hablar cuando se piensa en Estados Unidos. Y es que en el caso francés y el uruguayo la separación de la Iglesia y el Estado vino acompañada de una ideología laicista que buscó hacer desaparecer de la vida pública la presencia de lo religioso.

El caso uruguayo

No hay que confundir separación de la Iglesia y el Estado con desaparición pública de la religión, que es una realidad más cultural que jurídica. Uruguay es imitación del modelo francés, pero desarrolló sus propias características y las radicalizó. En Uruguay no solo se separó el Estado de la religión, sino que se tomaron medidas para recluir culturalmente las manifestaciones religiosas al ámbito privado, haciéndola invisible socialmente. Y es que más allá de los aspectos jurídicos, hay cuestiones filosóficas y culturales cuyo impacto va más allá de las leyes. De hecho, que el Estado sea laico es algo bien visto por las Iglesias, porque se gana en libertad y autonomía en todas las partes involucradas. A nadie se le ocurre hoy pensar que a la Iglesia Católica o a las iglesias protestantes les interese algún tipo de casamiento con el Estado. La pugna está en otro lado y es que hay visiones de la laicidad más inclusivas, donde hay una mirada positiva hacia las religiones, como una realidad que enriquece la vida social y cultural, que aporta valores y espiritualidad; pero también hay visiones más negativas o excluyentes como la uruguaya o la francesa, donde la tradición jacobina y el influjo del positivismo vieron en la religión una especie de peste social que debe ser erradicada de la  sociedad, porque sería sinónimo de oscurantismo, dogmatismo, conflicto social y superstición. Nadie que estudie seriamente las religiones puede pensar eso, pero el prejuicio está instalado hace ya más de un siglo en Uruguay y sigue viviendo en el imaginario de mucha gente que tiene una suerte de “alergia” a todo lo que tenga que ver con religión, más aún si se trata de cristianismo.

A su vez, algunos grupos católicos y evangélicos buscan mayor visibilidad e influencia social y política, sin que eso cambie las reglas de juego de un Estado laico. Pero también es cierto que, en todo el mundo, los fieles católicos -en su mayoría- no siguen a pie de juntillas lo que enseña la Iglesia. En Uruguay los que se dicen católicos (nominales) no pasan de un 38% y siguen decreciendo, de los cuales la amplia mayoría no están vinculados a la Iglesia. Tan solo un ínfimo 4 o 5% de la población es católica comprometida con su fe y más militante, y tampoco son personas que no piensen por sí mismas. Eso nos da una idea de lo infundados que son los temores de quienes se preocupan por la “influencia” de la Iglesia Católica. Es algo más imaginado que real.

Más allá de cómo se dieron las cosas históricamente, el Uruguay salió ganando, porque ganaron ambos más libertad, el Estado y las iglesias. Los católicos uruguayos se sienten orgullosos de la separación, porque es garantía de libertad, aunque no celebran el prejuicio anticatólico que heredó el conflicto y que permanece todavía.

Laicidad en sociedades plurales  

Si bien en el diccionario de la RAE “laicidad” y “laicismo” aparecen como sinónimos y ese uso está generalizado en algunos autores y contextos, no es menos cierto que en muchos pensadores estos términos han servido para distinguir apropiadamente la laicidad como realidad de separación, de la ideología excluyente de lo religioso (laicismo). Muchos cristianos, aunque jurídicamente tienen libertad de culto y de expresión, se sienten excluidos del debate público por el solo hecho de profesar una fe religiosa, como si eso los inhabilitara para hablar. Lo que critican no es la laicidad, sino el laicismo. Esa forma de discriminación vive de presupuestos equivocados, como si alguien por ser creyente automáticamente “contaminara” el espacio público con sus dogmas religiosos, cuando en realidad puede entrar en un debate racional como cualquier ciudadano y nada debería impedirle hablar de temas sociales y políticos.

Estoy seguro de que es más constructivo entender la laicidad en forma positiva, inclusiva, reconociendo el aporte de las religiones y su diversidad cultural como riqueza para la sociedad y dándole la bienvenida en el debate público, donde el Estado es completamente independiente de estas instituciones y sus creencias, pero las escucha y las reconoce. Donde hay una visión positiva de la religión en la sociedad, su aporte es uno más en la construcción del bien común, sin confundir los ámbitos propios de institución.

El filósofo alemán Jürgen Habermas entiende que ha de existir una mutua comprensión y autorreflexión entre creyentes y no creyentes. El creyente religioso debe reconocer la preeminencia de la racionalidad, la igualdad y la libertad de los individuos y de una moral universal, de unos mínimos éticos comunes a toda la sociedad. Pero el laico debe superar la visión de las religiones como simples reliquias arcaicas y comprender que su no adhesión a las concepciones religiosas no puede ser impuesto a otros en el espacio público, no puede obligar a que los demás abandonen su fe para pensar y dialogar.

En la actualidad, en la construcción colectiva de la convivencia social no se busca ya esconder la propia identidad o abandonar las propias convicciones, u ocultar los signos particulares, sino que, a partir del descubrimiento de la diversidad cultural como un valor y una riqueza, el encuentro con el otro se vuelve fuente de respeto, de aprendizaje mutuo y de promoción de los derechos humanos. Solo en el conocimiento y la comprensión del otro podemos hacer frente a los fundamentalismos, ya sean religiosos o ideológicos.

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