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Zimbabue 2008, Venezuela 2020


Las lecciones que deja la experiencia del país africano tras la dictadura de Robert Mugabe pueden animar a la reflexión sobre la situación de Venezuela, sobre los límites del buenismo y la importancia de la cautela a la hora de firmar acuerdos inconvenientes.

El 29 de marzo de 2008 Robert Mugabe se robó las elecciones generales en Zimbabue. Acudió a la violencia estatal y paraestatal para silenciar a la oposición. Mientras orientaba sus esfuerzos a reprimir a la disidencia, su país seguía sometido a la precariedad que había desatado la política expropiadora que inició en el año 2000. En medio de esta terrible crisis que limitaba su acceso al financiamiento internacional, el veterano dictador llamó a las fuerzas opositoras para negociar y «solucionar los problemas del pueblo». La propuesta fue apoyada por importantes sectores de la comunidad internacional. De esta manera, el 15 de septiembre ocurrió lo inimaginable: Robert Mugabe y Morgan Tsvangirai firmaron el «Acuerdo de compartir el poder» (Power sharing agreement).

El pacto confirmó a Robert Mugabe como presidente de Zimbabue y designó a Morgan Tsvangirai como primer ministro. El acuerdo le sirvió al dictador para ganar legitimidad y acceder al financiamiento internacional. Por su parte, la oposición «llegó» al gobierno. Tsvangirai fue el encargado de crear las políticas públicas que sacarían al país del abismo creado por la autocracia. El líder opositor fracasó. Sus iniciativas no pudieron avanzar. Las estructuras de corrupción del régimen actuaron como un muro de contención para las reformas políticas y económicas. Tsvangirai, preñado de buenas intenciones y acompañado por la comunidad internacional, amortiguó la responsabilidad de la dictadura y se hizo receptor del descontento popular.

Los años pasaron, Zimbabue siguió sometida a la miseria y la disidencia perdió apoyo popular. La crisis económica y social que debía solucionar la oposición se profundizó. «El pueblo» metió a todos los políticos en el mismo saco y las esperanzas de libertad mermaron. En noviembre de 2017 miembros de la fuerza armada lideraron un golpe de Estado. Robert Mugabe salió del poder y en su lugar fue designado Mnangagwa, su vicepresidente. En julio de 2018 se realizaron elecciones semicompetitivas. El señor Tsvangirai no acudió a la convocatoria. Unos meses antes fue derrotado por un cáncer de colon fulminante. La oposición no logró rearticularse y el candidato Mnangagwa ganó los comicios. En Zimbabue aún no hay democracia.

Recurro al itinerario de Zimbabue a modo de introducción para analizar la situación de Venezuela. El advenimiento de la pandemia ha profundizado el colapso estructural que inició desde hace años. El COVID-19 aceleró la dinámica destructiva que creo la revolución chavista. Venezuela está en ruinas. Los hospitales carecen de lo mínimo. No tienen agua, alcohol ni gasa. Tampoco hay suficientes respiradores ni unidades de cuidados intensivos. No hay gasolina ni transporte público. El personal médico y sanitario camina largos trayectos para llegar a sus puestos de trabajo. Nuestra moneda desapareció y la hiperinflación cabalga en dólares. Los pocos productores agropecuarios que han sobrevivido no tienen cómo transportar su mercancía. Muchos han perdido sus cosechas y el trabajo de toda una vida. Campea la escasez de alimentos. En los últimos días se han registrado saqueos en distintas regiones del país. La cuarentena es una exigencia inalcanzable para los que menos tienen. Los sectores populares no se pueden dar el lujo de quedarse en casa. Las imágenes muestran barriadas enteras aglomeradas en calles estrechas buscando comida.

La dictadura acude a tres recursos para enfrentar la situación: i) propaganda, ii) represión, y iii) solidaridad autocrática. Tal como se puede advertir, ninguna de estas medidas busca solucionar la crisis. Su único objetivo es surfear el tsunami y afianzarse en el poder. Nicolás Maduro pretende salir ileso y fortalecido de esta coyuntura. A continuación, me detendré brevemente en cada uno de estos recursos.

Propaganda. Cada día, cerca de las seis de la tarde, algún vocero del régimen se dirige al país. Nicolás Maduro, Jorge Rodríguez o Delcy Rodríguez aparecen en pantalla. Nos espetan con cinismo su relato. Después del saludo revolucionario de rigor comienza el desparpajo. Parecen personajes creados por Ionesco. Los domina el absurdo. Celebran el éxito de una cuarentena que pocos guardan, destacan las maravillas de un sistema educativo que no existe y felicitan a médicos que no tienen recursos para curar. Intentan silenciar el sufrimiento del país. Especialistas —y la realidad— aseguran que sus cifras son inconsistentes. Para que tengamos una idea, en Venezuela solo hay capacidad para hacer 100 pruebas PCR al día. En Alemania hacen 200.000 pruebas de este tipo cada jornada. En Venezuela, el régimen indica que hay 318 casos y 10 fallecidos. En Alemania, el gobierno registra 156.000 casos y 5846 fallecidos. Sencillamente mienten. Intentan dar sensación de control mientras el virus avanza de la mano del hambre.

Represión. El régimen acude al terror para avalar sus mentiras. Tal como decía Hannah Arendt, la propaganda y el terror se potencian entre sí. La represión opera de varias maneras. Identificamos dos niveles: quienes están en la mira y la población regular. Los primeros son los políticos, los periodistas y el personal médico. Están en la mira porque sus acciones podrían darle cauce al descontento y alterar la paz sepulcral que la dictadura se empeña en instalar. Los segundos son quienes, sin considerar los riesgos de contagio, salen a la calle a protestar por falta de comida, de electricidad o de combustible. Hace dos días fuerzas de seguridad del Estado reprimieron una protesta en el estado Bolívar y asesinaron a un hombre de 28 años.

Solidaridad autocrática. El régimen de Nicolás Maduro es reconocido como una dictadura por la mayoría de las democracias del mundo. Por tal motivo, acude a las grandes potencias autocráticas para encontrar apoyo técnico y financiero. China, Rusia, Cuba, Turquía e Irán han ofrecido barreras para contener el colapso. Sumado a esto, organismos multilaterales con fines humanitarios insisten para crear condiciones que permitan ingresar al país algún tipo de ayuda. Sin embargo, se corre el riesgo de que los bienes se pierdan en las redes cleptocráticas sin llegar a sus destinatarios finales.

Los tres recursos descritos que utiliza Nicolás Maduro para gestionar el colapso son limitados y pueden desgastarse con el tiempo. La propaganda pierde eficiencia cuando es superada por la realidad. La represión es inoperante cuando quien la padece toma conciencia de haberlo perdido todo. Y la solidaridad de las potencias autocráticas puede tender a disminuir si el equilibrio internacional que les permite existir se pone en riesgo.

Vuelvo a Zimbabue, la referencia inicial del artículo. Las perspectivas para Venezuela son complejas. Podemos advertir que están dadas las condiciones para que ocurra una catástrofe. En el mediano plazo podríamos enfrentar el repunte inocultable de infectados por coronavirus, escasez grave de alimentos, ausencia de combustible y hospitales sin recursos. Es muy probable que aumenten la conflictividad social y la violencia política. Este escenario podría interpelar al régimen y demandar una respuesta de las fuerzas políticas de oposición.

De la experiencia del país africano podemos extraer tres lecciones que pueden animar a la reflexión. Primero, puede resultar inconveniente para el proceso de democratización que las fuerzas opositoras suscriban acuerdos o emprendan acciones que las coloquen frente a la opinión pública nacional e internacional como un actor capaz de ofrecer soluciones a la crisis política y económica mientras la dictadura permanece en el poder. Estas decisiones, lejos de concretar lo que prometen, tienden a aliviar al régimen y a ayudarlo a reequilibrar el poder.

Segundo, las soluciones reales en materia económica y social solo son posibles si se abren las puertas hacia la democracia. Las autocracias son un obstáculo real en contra del desarrollo integral de los pueblos. Morgan Tsvangirai —con el apoyo de la comunidad internacional— intentó penetrar la dictadura y reformarla desde adentro. Lejos de lograrlo, perdió prestigio e hizo retroceder a las fuerzas opositoras. El ensayo de Tsvangirai alejó la democracia de Zimbabue y afianzó a Mugabe en el poder. Tsvangirai no acercó a Mugabe hacia la democracia. Ocurrió lo contrario. Mugabe acercó a Tsvangirai a la dictadura.

Y tercero, suscribir un acuerdo inconveniente puede alejar la liberación del horizonte cercano. Entiendo por acuerdo inconveniente aquel que no conlleve al cambio político o que no contribuya con su causa. Se trata de un asunto delicado que exige prudencia y audacia. Ciertamente, toda negociación con cualquier dictadura es un regateo y una apuesta. Y lo deseable es resolver los conflictos a través de actos conciliatorios. Sin embargo, la experiencia de Zimbabue nos enseña los límites del buenismo y la importancia de la cautela. Los pactos solo llevan hacia la democracia si están respaldados por voluntades rectas. De lo contrario, no alcanzan sus objetivos de libertad y traen decepción a quienes depositaron sus esperanzas allí.

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